Quizás la entrañable figura del Belén, ese diorama de fantasía hecho a base de pequeñas figuritas de barro policromado y casitas de corcho, sea algo que va íntimamente ligado a mi historia personal; no sé en qué fecha tuvo lugar mi rito iniciático en este arte de recrear el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Recuerdo que, desde muy pequeño, mi madre y mi prima Tere se encargaron de enseñarme los secretos de esta mágica recreación que cobra vida cada vez que se acercan las fechas navideñas.
A partir de aquellos primeros Belenes en la Sala de atrás de la casa de mi abuela materna en la calle de Rubine, aquellos Belenes que presidían la entrañable cena familiar de la Nochebuena en la que la abuela se afanaba en preparar la más tradicional de todas las cenas de la noche del nacimiento de Cristo, jamás dejé de montar un Belén en mi casa ante la proximidad de la fiesta de Navidad.
Nuestro Belén |
Todavía hoy, con muchos años a cuestas, me fascina la contemplación del misterio navideño recreado con pequeñas figuras de barro, donde casi todo tiene cabida.
A lo lejos, en un desierto imaginario, rodeado de palmeras e incluso de alguna pirámide construida en corcho, se alza desafiante el castillo de Herodes el Grande. Un rey sanguinario que, guardado por sus soldados, vigila no solo un cercano pueblo de Belén sino también el camino que conduce al pequeño portal.
Después, entre montañas de musgo artificial y ríos hechos de papel de plata, toda una legión de personajes se intercalan para dar vida a los primeros instantes del nacimiento del Redentor. Lavanderas, castañeras, pastores, incluso ese misterioso y singular personaje llamado el “cagón”, se distribuyen entre casas, fuentes, pozos y arboledas recreando lo mejor posible el ambiente de un pueblo de los primeros años de nuestra era.
Son un sinfín de figuritas, algunas de ellas hechas con mucho esmero, que reproducen, uno a uno, estos personajes ya legendarios y míticos. Figuritas que se han ido amontonando en cajas desde hace muchos años y que solo salen a la luz en el tiempo de la Navidad.
El gran diorama nos permite ser testigos, trasladándonos en el tiempo, a determinadas escenas que nos cuentan los Evangelios. Así, por ejemplo, la anunciación a los pastores o incluso la cruel matanza de inocentes ordenada por el ambicioso Herodes.
Sin embargo, unos de los personajes que todavía llaman de forma especial la atención son esos misteriosos Magos que, surgidos de no se sabe dónde, recorren, cada año, el camino de Belén guiados por una estrella anunciadora del nacimiento de Cristo. Melchor, Gaspar y Baltasar, sobre sus dromedarios, con su corte de pajes, caminan resueltos a postrarse a los pies del Hijo de Dios para adorarlo, como también hacen los pastorcillos sabedores de la Buena Nueva.
Curiosos personajes estos tres Reyes Magos que constituyen las únicas piezas de todo el entramado que cobran vida cada vez que, con las últimas horas de cada una de las noches que van desde el 25 de diciembre al 6 de enero, avanzan lentamente aproximándose al portal para presentar ante el Niño Dios sus tres obsequios: oro, incienso y mirra, el tributo a Dios, a los reyes y a los hombres.
Al final, en el fondo de todo el decorado surge, rodeado de adoradores, el pequeño portal donde se obró el milagro. Un portal de Belén en que un buey y una mula acompañan al viejo carpintero, San José, y a la joven Virgen, María, que cuidan con esmero y amor filial al Salvador de los hombres.
El Belén ha quedado montado en la segunda semana de diciembre; junto a él, como centro de toda la Navidad plagada de cenas y comidas familiares, la casa ha cambiado su fisonomía, adornándose con motivos dorados y rojos que preludian las fiestas más grandes del cristianismo. Ya es Navidad. El pequeño Belén ha quedado montado y las viejas figuras, muchas de ellas heredadas de nuestros mayores, han cobrado vida por sí mismas.
Una oración ante la imagen del Niño Dios y la noche del 24 de diciembre, la mágica Nochebuena, el encendido de las luces que iluminan el portal. ¡Dios ha nacido!
Luego, que vayan transcurriendo lentamente los días. La fiesta de Navidad, el Día de los Inocentes, la Nochevieja, la fiesta de Año Nuevo y la mágica noche de la ilusión, la gran noche de Reyes. Con ello se habrá completado, una vez más, el ciclo de la Navidad.
Toca ya, casi cuando enero cumple su primera decena, comenzar a desmontar el Belén y con él también todos los adornos navideños que han jalonado durante estos días la casa. Todo comenzará a volver a la rutina del discurrir del año. De armarios y habitaciones salen las cajas de cartón que alojarán este mundo de ilusión y esperanza durante un largo año. Las figuras, envueltas con mimo, ocuparán su espacio en el fondo de las cajas, junto a las casitas de corcho, al castillo del rey Herodes el Grande, al viejo pozo, al puente del río y, cómo no, al pequeño portal que, una vez más, fue testigo mudo del prodigio de todos los prodigios.
Se recuperará todo aquello que sirva para el próximo año: el musgo artificial, algún trozo de corcho, las pequeñas piedras que jalonaron el río donde lavanderas y pescadores se asomaban para ver reflejado su rostro de barro cocido junto con patos y cisnes. Las cajas se cerrarán y volverán a ocupar el espacio que les pertenece en el fondo de los armarios, esperando que llegue de nuevo la segunda semana de un próximo diciembre para cobrar nuevamente vida por la magia del Belén.
La Navidad será tan solo un recuerdo y el mensaje que encierra aquel villancico popular que me cantaba de pequeño mi abuela materna mientras mi madre y mi prima Tere montaban el Belén en la Sala de atrás: "La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va y nosotros nos iremos y no volveremos más", me recordará lo efímero de la vida. Sin embargo, una vez más, si Dios me deja llegar allí, cuando vuelva la segunda semana de diciembre, montaré junto a mi mujer, el gran amor de mi vida, ese diorama de fe y esperanza que recrea el milagro del nacimiento del Hijo de Dios y de nuevo, al llegar la Nochebuena, junto a mi oración personal por el mundo y los hombres, cantaré, uno a uno, aquellos villancicos que con tanto cariño me enseñó mi madre cada vez que se acercaban las fiestas de la Navidad.
Eugenio Fernández Barallobre.
Ver el artículo publicado en "ÑTV ESPAÑA" y en "El Español Digital".
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