miércoles, 2 de diciembre de 2020

Crónica negra de La Coruña. Capítulo 1º. El crimen de la calle San Andrés

Incorporamos a nuestro elenco de colaboradores a nuestra amiga Mª Jesús Herrero García, y lo hacemos con su primera entrega de la "Crónica negra de La Coruña". Le damos la bienvenida al blog, con el ruego de que tengamos más ocasiones de leerla.

A principios del siglo XX, La Coruña era una gran y destacada ciudad de Galicia. La ciudad de Herculina era el destino de muchos de los capitales procedentes de tierras americanas, que obtenía la ya numerosa emigración de la época. Aquellos quienes conseguían una buena fortuna allende los mares, solían invertir en la ciudad parte de su patrimonio, bien adquiriendo una vivienda en la que abrirían un pequeño comercio o cualquier otro negocio que resultase rentable. No faltaban quienes montaban la clásica tintorería o lavandería o, también con mucha frecuencia, una tienda de ultramarinos.

La calle de San Andrés a principios de siglo

La Coruña era una metrópoli costumbrista, en ese ambiente, donde se mezclaban lo pintoresco con lo épico, se vio sorprendida y sacudida en el otoño del último año del siglo XIX por un cruel y estremecedor crimen que jamás llegó a aclararse, quedando impune hasta nuestros días. En la madrugada del sábado 13 de octubre, uno de los serenos coruñeses, conocido como el señor Oca, llamó reiteradamente al bajo del número 152 de la tradicional rúa coruñesa de San Andrés. No obtuvo contestación alguna, por lo que se sintió alarmado. Como en aquel entonces existía mucha familiaridad entre los serenos y los dueños de los establecimientos, decidió entrar en la vivienda y allí se encontró con un escenario espeluznante, primero con el cadáver de Melchora Casal García, quien estaba tirada junto al fregadero. Su cuerpo presentaba muestras de violencia y, posteriormente, se demostró que había muerto estrangulada con un cordel. Seguidamente se dirigió a la habitación contigua del matrimonio, donde encontró el cadáver de su marido, Gregorio Rey, quien estaba tendido sobre un gran charco de sangre, ya que al parecer el hombre había recibido una mortal puñalada por parte de su asesino.

El crimen conmovió de sobremanera a la siempre acogedora ciudad de La Coruña, que clamaba justicia, además de la inmediata detención del asesino o asesinos del sexagenario matrimonio. Ambos se caracterizaba por su humanidad y por estar muchas veces al servicio de quienes lo necesitaban. En el transcurso de las investigaciones se demostró que la pareja disponía de una importante cantidad de dinero, aunque no viviesen a lo grande, ya que era frecuente que realizasen préstamos a muchos de sus vecinos o amigos. Así se supo que el capitán del ejército Francisco Aguado les debía en el momento del fallecimiento la cantidad de 1.824 reales, y que pocos días antes de ser asesinados habían levantado el embargo que pesaba sobre una vecina suya, a quien habían fiado hasta 8.000 pesetas. Además se encontraron en su establecimiento 2.158 pesetas, un alfiler de corbata de oro y dos pares de pendientes, uno de oro y otro de plata.

Los primeros testimonios llegaron de la mano de dos niñas de ocho y nueve años, que aseguran haber visto a una pareja de aspecto siniestro en la casa del matrimonio asesinado en torno a las ocho de la tarde anterior a su muerte. La descripción facilitada por las pequeñas llevó a que se investigase a un conocido de la policía de la época, Agustín Seijas, quien sería detenido, así como su amante, Ramona Bartomé. Seijas era vecino del lugar de Lañás, en el municipio de Arteixo y propietario de dos escuelas particulares en su lugar natal y en Barrañán.

El hombre detenido negó en todo momento que él estuviese en La Coruña en la tarde en que ocurrieron los hechos, además también que conociese o tuviese relación alguna con el matrimonio asesinado. Pero Seijas comienza a sentirse acorralado cuando Manuel Losada, el dependiente de los establecimientos de José Rois donde Gregorio Rey llevaba trabajando como mozo de almacén durante 30 años, declaraba ante el juez que había visto en la tarde del 12 de octubre al inculpado en el establecimiento que regentaban Gregorio y Melchora, también un guardia municipal manifestó que Seijas había pasado por  delante del lugar donde se produjeron los trágicos acontecimientos la mañana siguiente al crimen. Dos cigarreras coruñesas, Rita y Pilar Tenreiro, declararon contra ellos y afirmaron que ambas fueron testigos de su paso por A Ponte Pasaxe.

En ese momento de la investigación encuentran en el establecimiento de José Mejuto, en el que acostumbraba a parar Agustín Seijas, un estuche con unos pendientes de oro, del cual el señor Mejuto desconoce la procedencia ni cómo pudieron hallarse en su casa.

Debido a las múltiples contradicciones en que incurrieron algunos de los testigos y a la dificultad para aclarar el paradero de Seijas la noche de autos, la Audiencia Provincial de La Coruña, decide poner en libertad al detenido y a su amante el 13 de abril de 1901. Tanto este como su pareja en ningún momento se habían llegado a declarar autores del crimen, pese a que sobre ellos recaerá siempre la sombra de la duda. Se dijo que su detención se debió a que Seijas mintió sobre su paradero en las horas posteriores al crimen, pero no se pudo establecer con claridad su relación con tan funesto acontecimiento. De tal manera que la situación  se  vuelve insostenible para Seijas y cuando caminaba por las calles de la ciudad herculina era insultado por vecinos y viandantes, que le recriminaban un crimen que nunca se pudo esclarecer y que terminaría impune.

Concluido su peregrinar por la comisaría de policía, Agustín Seijas decide establecerse, con su hijastra , en la localidad coruñesa de O Alvedro, muy próxima a la capital. Allí, los vecinos recelan de su presencia. Además, se le acusaba de todos cuantos robos se producían en el lugar. Todo el mundo lo acusa públicamente del crimen que costó la vida a Gregorio Rey y su esposa Melchora Casal. Más que sentirse acorralado, Seijas llega a sentirse sitiado y así lo manifestaría en una carta, culpando al cabo de la guardia civil de Sigrás de su muerte, pues, al parecer, este le había amenazado con registrarle la casa cada tres días.

Aburrido y maltratado por el vecindario, Agustín Seijas, que siempre había negado cometer aquel brutal crimen, decide poner fin a su vida el 7 de julio de 1901, tirándose desde A Pena de Cruz al mar. Con su muerte tal vez pretendiese dejar un halo de resquemor a algunas personas que presuntamente le habían acusado sin carecer de pruebas concluyentes.

Antes de morir, Seijas envió una carta al director del diario de La Voz de Galicia, en la que volvería a proclamar su inocencia a través de un breve texto en el que le manifestó lo siguiente: “Jamás fui criminal, por cuyo motivo no temo a Dios todopoderoso. Le ruego se digne a publicar estas líneas y si Dios me lleva a buen sitio, rogaré por usted encarecidamente”.

Mª Jesús Herrero García.

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