Martes, 19 de julio:
De madrugada, con los primeros destellos del sol, el Comandante ha ordenado enviar un heliograma urgente a la Comandancia de Annual exigiendo refuerzos, víveres, agua y munición.
Con esas mismas primeras luces del día los ataques se han intensificado, sin embargo, pese al cansancio, al agotamiento, hemos sido capaces de rechazarlos.
El General Fernández Silvestre |
Desde la posición observamos los intentos de enviar refuerzos desde Annual. Una fuerte columna se dirige hacia nosotros, pero la ferocidad combativa de la harka le impide romper el cerco y llegar hasta la posición. Incluso una Unidad de Regulares ha tratado de aproximarse portando, cada uno de ellos, varias cantimploras con que paliar nuestra sed. Es imposible, la harka arremete cada vez con más ímpetu causando importantes bajas entre los que tratan de auxiliarnos lo que obliga a que desistan en su intentona. ¡Estamos perdidos!
Un disparo ha destrozado la lente “Magin” de la Estación Heliográfica nº 17 que da servicio a la posición. Los Soldados de Ingenieros que la sirven han comenzado a utilizar una linterna que también se ha averiado, a partir de ese momento se emplean trozos de espejos con los que nos comunicamos constantemente con Annual, cuando la claridad lo permite.
A primeras horas de la mañana ha sobrevolado la posición un avión de los nuestros. Han sido indescriptibles las muestras de júbilo al ver en sus alas dibujados los colores nacionales. Quizás nuestro estado de desesperación nos haya hecho creer que se trataba de los tan anhelados refuerzos, sin embargo, tras dar un par de pasadas sobre nosotros se alejó definitivamente perdiéndose en el horizonte.
¿Dónde está nuestra aviación? Tan solo un puñado de viejos aparatos incapaces de darnos la cobertura que necesitamos o de hacernos llegar los víveres y el agua que tanto urge nuestra extrema situación.
La falta de agua, este calor y el pestilente hedor nos están matando. Nos estamos bebiendo el agua de colonia y la tinta de escribir celosamente guardada por los Escribientes; incluso todo eso se termina.
Se ha corrido entre la gente que los orines, mezclados con azúcar, pueden ser un buen remedio para saciar la sed. He visto como uno de los Soldados de mi Sección se los estaba bebiendo. “No hay otra cosa mi Teniente”, me dijo resignado. Muchos comienzan a imitarle. Vencida la primera sensación de natural repugnancia se entregan a su bebida con fruición. Resulta inexplicable pensar como esto no estaba previsto de antemano. Como no se estudió a fondo la ubicación de las posiciones pensando en la posibilidad de su defensa caso de resultar cercadas por el enemigo. El suministro del agua, tan necesario, imprescindible, tendría que haber sido resuelto desde el principio evitando esta situación. Es inhumano.
¡Fuego! |
Las bajas son a cada paso más numerosas, unas por el fuego enemigo y otras por las infecciones que han hecho ya acto de presencia en este macabro escenario. Estoy agotado, prácticamente la excitación nerviosa no me permite dormir ni siquiera descansar. Creo que no soy capaz ni de pensar. Mi única obsesión, animar a mis hombres y tratar de evitar que me maten. Tal vez eso carezca de importancia llegado el momento. Ojalá que el desenlace se precipite, esta agonía resulta imposible de soportar.
Los sacos terreros que protegen el parapeto saltan hechos añicos, al estrellarse contra ellos los proyectiles, están en un estado deficiente, seguro que han permanecido almacenados, durante años, en cualquier húmedo almacén de Melilla sin que nadie verificase su estado de utilidad antes de enviárnoslos. Algo que ya había escuchado de boca de mis compañeros en Melilla y ahora estoy comprobando con mis propios ojos.
Los muertos y heridos se amontonan. Hemos sufrido ya más de cuarenta bajas causadas por ese enemigo que, sin compasión, nos acribilla desde fuera de la posición. Pero eso no es lo peor. Tenemos muchos enfermos, unos por falta de agua, otros por efectos de este sol abrasador que nos consume. Se está haciendo lo humanamente posible para mantenerlos con vida, pese a las limitaciones que nos impone no tener médico en la posición ni una enfermería como Dios manda; de todas formas, sabemos que si hay que evacuar van a tener pocas posibilidades de sobrevivir.
Nos estamos quedando sin municiones. No tenemos ni una gota de agua y ni siquiera quedan vendas en el botiquín y mucho menos medicinas, lo poco de lo que disponíamos se fue agotando en los primeros momentos. Por doquier yacen los muertos, cubiertos con sus ensangrentados uniformes. Es una visión dantesca. ¡El infierno! No quiero pensar siquiera en esa palabra que me aterra.
Tengo la sensación, a la vista de tanta imprevisión, que cuando el mando nos envió aquí lo hizo despreciando las capacidades del enemigo y supra valorando nuestro poder real; de ahí la falta de recursos sanitarios, la aguada tan lejana de la posición, el no enviarnos un Pater. En momento alguno pensaron en que una situación como esta podría llegar a producirse y sin embargo que lejos estaban de la realidad.
El Crucero “Princesa de Asturias” de las Fuerzas Navales del Norte de Africa |
El moro no cesa en su presión. Una y otra vez el fuego de la pieza, que han vuelto a poner en batería, destroza la posición, pregonando la muerte. Esto es insoportable. He visto como uno de aquellos proyectiles destrozaba a un Sargento de la Sección de Ametralladoras de Posición. He llorado por él como también lo hago por todos estos pobres infelices que cubren, muertos o moribundos, el suelo del recinto.
Miro el parapeto. Hijos de campesinos, de obreros, jóvenes venidos del medio rural. No acierto a ver a ningún hijo de señorito, se han librado por la cuota, comprando el destino en la Península, lejos de este infierno. ¡Qué indignidad! Con el pago de 2.000 pts., se han quedado en sus casas tras realizar el período de instrucción en cualquier cómodo Regimiento de una tranquila Guarnición. Ahora estarán en los Casinos con sus cuellos almidonados, disertando sobre esas banalidades que ellos llaman aspectos trascendentales de la vida y discutiendo sobre cuál será la mejor estrategia a emplear en esta guerra, ¡irónico! Como si la defensa de España fuese tan sólo misión de las clases menos favorecidas. ¡Me da asco!
Pienso en mis amigos de La Coruña, en Gustavo, en Álvaro, en todos ellos. Ninguno está aquí con nosotros. A estas horas, uno estará preparando la defensa de cualquier pleito en su cómodo bufete el Cantón Grande, buscando la forma más sutil de ganarlo para su cliente y el otro, en su comercio de la calle de San Andrés, tratando de convencer a alguna dama de la rancia sociedad coruñesa cual tela va mejor para el vestido que quiere hacerse para acudir a las verbenas de El Leirón del próximo mes de agosto. Luego, a la conclusión de su agotadora jornada, saldrán a pasear las calles coruñesas del brazo de sus novias sin siquiera pensar en la tragedia que estamos viviendo aquí, tan lejos de mi amada Coruña.
Sé que no estoy peleando por ellos, por su seguridad, sé que no moriré por ellos, lo haré por este puñado de hombres que, codo con codo, pelean como valientes a mi lado; los miro, busco en sus rostros demacrados la razón última de mi presencia aquí y la encuentro en sus miradas perdidas en un horizonte sin futuro, en su gallardía para afrontar la muerte, en su valor. Vuelvo a mirarlos, la mayoría desconocidos para mí y, sin embargo, en estos días de tanta angustia compartida, se han convertido en mis mejores amigos, en mis hermanos. Por ellos si valdrá la pena dar la vida.
Todos ellos han dejado atrás sus vidas, sus novias, sus trabajos sin duda más irrelevantes que los de Alvaro y Gus; unos como dependientes en una pequeña tienda de ultramarinos, otros como mandaderos en cualquier empresa de provincias, incluso otros como camareros en una Sociedad decadente como nuestro Casino donde a diario sirven el café o el aperitivo al señorito de turno sentado cómodamente para debatir con sus amigos sobre nuestro arrojo y valentía en esta tierra hostil; sin embargo, todos con sus sueños, con su esperanza puesta en un futuro mejor que quedará truncado para siempre en este corralito convertido en nuestra última morada.
Mapa del Protectorado Español en Marruecos
Benítez ha pedido urgentes refuerzos. El texto del heliograma no pudo ser más desesperado “parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros”. El mando ha respondido prometiéndonos que enviará un nuevo convoy apoyado por todas las fuerzas disponibles para tratar de auxiliarnos.
Sé que será imposible llegar hasta aquí, tendrán que replegarse nuevamente como lo hicieron esta mañana ante la avalancha agresiva de la Harka. ¡Estamos solos!
Tan sólo la disciplina y el valor que nos infunde Benítez es lo que nos mantiene en pie, defendiendo este reducto de imposible defensa. Creo que nos estamos ganando la merecida fama de héroes, ojalá que algún día quien nos sobreviva sepa contar este calvario y sobre todo sepa decir al mundo la gallardía y entereza con la que hemos sabido esperar a la muerte, cumpliendo con nuestro deber hasta el final.
Vuelvo a pensar en Gerona, en Zaragoza, en Numancia, en Sagunto, en Baler..., en sus defensores. Estamos emulando aquellas gestas gloriosas que con admiración leí y releí de pequeño.
Uno tras otro, desde el parapeto, rechazamos los ataques del moro encorajinado. Las fuerzas se agotan al igual que la munición, cada vez más escasa. ¿Hasta cuándo?
Con las sombras de la anochecida se produce nuevamente una situación de calma relativa. Los ataques cesan. De nuevo los “pacos” inician su mortífero trabajo que no cesa mientras duran las horas del nocturno. Los ecos de sus disparos recorren los roquedales trasladando su funesto mensaje. Es imposible el descanso, ni tan siquiera esa angustiosa duermevela tan necesaria para reponer parte de las mínimas fuerzas que nos quedan.
Necesito descansar, aunque solo sea una hora. La fiebre me ha subido. Me recuesto contra el parapeto y pienso en mi Carmiña, en su sufrimiento al no saber nada de mí, al no tener noticias mías. Sus cartas estarán aguardándome, amontonadas, en el taquillón del recibidor de la casa de Dña. Alicia, la viuda del Capitán de Ingenieros, en cuyo domicilio me alojé en Melilla. Espero que si sabe de mi muerte haga por devolvérselas, al igual que el resto de mis objetos personales, para que las conserve junto con aquella última carta que le envié, el día mismo de mi salida de la ciudad, declarándole mi amor sin paliativos y la seguridad de que, en la vida o en la muerte, estaremos siempre unidos.
Miro al cielo, esta noche Venus y Sirio brillan más que nunca y los guiños de sus ojos de eternos cíclopes siderales llegan hasta mi alma transportando un encriptado mensaje que, por alguna extraña razón, me devuelve la fe en el mañana, el deseo de vivir. ¡Qué hermoso es este firmamento africano!
Recuerdo una noche, en una de las vacaciones de verano durante mi estancia en Ciudad Rodrigo, Carmiña y yo acompañamos a nuestros padres a una fiesta en la casa de campo de unos amigos en las proximidades de Cayón, un pueblecito marinero cercano a La Coruña. Tras la cena, salimos al jardín y de la mano paseamos bajo las estrellas. Hablamos de nuestros proyectos, de nuestros sueños. Me contó de los secretos que ocultan las estrellas. Una a una me fue situando cada una de ellas, cada constelación.
- Mira, aquella es Perseo y aquella otra, su amada, Andrómeda y aquella Pegaso y la otra Casiopea. Fíjate en Sirio, como brilla, esa es mi estrella, nuestra estrella, cada vez que no esté a tu lado busca a Sirio y allí me encontrarás mirándote a los ojos desde la infinitud del cariño que siento por ti.
Allí está Sirio, mirándome a los ojos como si de mí amada Carmiña se tratase. Creo que jamás volveré a estar a su lado, jamás volveré a besarla, ni tan siquiera podré despedirme de ella. Sin embargo, lo deseo tanto que este anhelo me devuelve las fuerzas que no tengo para seguir luchando, para ganar un día más, aguardando la llegada de esos refuerzos vitales para nosotros.
He buscado en el bolsillo de mi guerrera la fotografía que me envió paseando por el Cantón. La miro durante minutos. El bello rostro de mi amada, tan dulce, tan hermoso, con esos ojos que destilan una ternura sin límites. Siento con toda el alma que no pueda llevarla de la mano por los caminos de la vida. Tenía razón mi pobre madre al decir que jamás encontraría otra mujer como ella.
La emoción me embarga pensando en mi amada. Ojalá pudiese derramar unas lágrimas pero ya ni eso me queda.
La fiebre ha aumentado, estoy ardiendo. Pese al incesante paqueo de los francotiradores vuelvo a mi infierno de pesadillas al caer sumido en esta especie de duermevela que al menos me permite huir de la realidad que estoy viviendo, mil veces peor que la peor de mis pesadillas.
(Tomado de la novela “Tiempos de amor y muerte. El infierno de Igueriben”. LC Ediciones 2018, del mismo autor).
José Eugenio Fernández Barallobre.
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