Nuestro buen amigo y compañero el Inspector Jefe (R) Martín Turrado Vidal, nos remite este interesante artículo.
La circular número ochenta del Gobierno político de Badajoz de 5 de marzo de 1839[1] ilustra por sí misma de una forma crudísima del estado de la seguridad pública en las postrimerías de la I Guerra Carlista, aun en provincias en que podría pensarse que estaban pacificadas y al margen ya de esa guerra. Sin embargo, esta situación tampoco era fruto de la casualidad ni de sucesos inesperados o repentinos. Había habido una evolución negativa muy profunda desde la supresión de la Superintendencia General de Policía y de la reducción a mínimos de la Policía en todas las provincias. La consecuencia fue que el gobierno político no podía cooperar ayudar a mantener la seguridad ni en la misma capital.
Volver a la legislación del Trienio Constitucional resultó ser un gravísimo error. Significaba dejar en manos de las autoridades locales todo lo relacionado con la seguridad, encargándolas, incluso, de expedir y de controlar los documentos de identidad y de viaje. En su día, Javier de Burgos había criticado duramente esa medida, por haber visto y palpado sus consecuencias. Las razones alegadas para oponerse tan frontalmente fueron: “La ley de 3 de febrero tenía defectos tales, se hallaba fundada en principios tan democráticos, debilitaba de tal modo la acción del gobierno, que ponerla en práctica equivalía a atarse las manos los ministros para poder gobernar: lo cual, sí, en cualquiera época, era un gravísimo mal, debía considerarse como el mayor de los absurdos en aquella en que toda la fuerza del gobierno era poca para dominar la situación y alejar el inmenso cataclismo que amenazaba a la monarquía.
Aquella ley daba todo el poder a los ayuntamientos y a las diputaciones provinciales, corporaciones ambas que, elegidas tumultuariamente, tenían, entre otras omnímodas facultades, la de formar a su gusto la milicia nacional y disponer de esta fuerza pública, lo propio que el gobierno disponía del ejército permanente. Las provincias venían por consiguiente a ser otros tantos pequeños estados, semi-independientes del poder central, con quien no las unía más vínculo que la autoridad del jefe político, la cual, sometida siempre a la autoridad militar, vivía condenada a sufrir desaires frecuentes y a representar un papel deslucido y subalterno en tan monstruosa y anómala organización”[2].
Esa vuelta a la legislación emanada de la Constitución de 1812 se materializó por un Real decreto de 15 de octubre de 1836. Pero, no significó el fin de la Policía, pues, en esta misma circular, hay fuertes indicios de que en Badajoz seguía actuando, como en todas las capitales de provincia, puestos fronterizos y pueblos importantes.
La situación de la seguridad pública
La circular confirmaba noticias publicadas en todos los periódicos, en el sentido de que, a medida que iba avanzando la guerra carlista también lo hacía el bandolerismo y la delincuencia. En el primer párrafo Juan Alix, el jefe político de Badajoz, lo reconoce sin ningún tipo de ambages y sin dejar la más mínima duda. La seguridad individual y del estado estaban en peligro. La individual, porque “una partida de 4 a 6 hombres mal armados y peor montados sorprenden poblaciones de alguna consideración y privan de la propiedad y aun de la vida a ciudadanos”. La del estado, porque “se apoderan de las armas y caballos que hay en los pueblos, proveen de esos artículos a los rebeldes que campean en los límites de esta provincia y propenden a fomentar en el interior un brigandaje tal, cual es el que ha causado la devastación de las limítrofes”.
Los integrantes de estas “miserables partidas” eran, sin embargo, sumamente peligrosos, debido a la impunidad y a su “vasta confederación”. La impunidad era evidente y “escandalosa que gozan”, pues las indagaciones de las autoridades locales eran siempre infructuosas hasta el punto de que “sin que todavía haya resultado ni una sola aprehensión y se haya evitado un solo atentado” y “con que se les permite vagar en todas direcciones”. Los delitos, que cometían, eran cada vez más osados, subiendo de nivel en la misma medida en que aumentaba la certeza de que no les iba a pasar nada. En cuanto, a que formaban una vasta confederación se demostraba porque “se hallaban en una activa y no interrumpida comunicación, aplazándose para días y lugares determinados desde donde fulminan golpes seguros y muy premeditados”.
¿Cómo se explicaba que gozaran de tal inmunidad? La razón era bien sencilla y fácil de explicar. “Viven en los pueblos en medio de los ciudadanos honrados”. Las represalias, que tomaban contra ellos, iban desde la quema de la cosecha hasta la tala de árboles frutales y la matanza de animales domésticos o el robo en sus domicilios, aunque esto último procuraban evitarlo, pues no les convenía estar a mal con sus convecinos. De esas represalias no se libraban ni las autoridades. El mismísimo ministro de Justicia reconocía en una circular de 1836 que no eran ni uno ni dos los jueces que habían tenido que huir de sus pueblos de residencia por temor a las represalias que pudieran tomar contra ellos por alguna de sus sentencias o de sus decisiones. Se producía así con un siglo de antelación aquella célebre frase que circuló por Sicilia: “El Estado está lejos, la mafia, muy cerca”.
Las consecuencias del temor a las represalias tuvieron su efecto en los vecinos y en las autoridades locales. En los vecinos, porque “no se atreven a estampar sus nombres en las denuncias[3] ni menos a declarar en juicio, reduciéndose a exprimir sus quejas y a demandar la protección que la ley les debe por medio de innumerables anónimos que desde varios puntos de la provincia se dirigen a las autoridades superiores”. En las autoridades locales fueron mucho más disuasorias de actuar contra estas partidas. No fue culpa de ellas, como decía el jefe político, que las cosas hubieran llegado hasta estos extremos. El grave problema al que tenían que enfrentarse era la indefensión más absoluta en que se encontraban frente a esas partidas. Por otra parte, sus cargos solamente duraban un año, que habían aceptado a regañadientes, porque nadie quería ocuparlos y, cuando volvían a su vida normal esa indefensión aumentaba muchos enteros[4]. Por eso mismo, nada tiene de extraño, la conducta de estas autoridades respecto al Jefe Político de la provincia: “Se han creído salvos de toda responsabilidad con dar tal cual parte de los atentados que se cometen en sus respectivos términos, y con estampar la tan usada protesta…y se practican diligencias en busca de los malhechores sin que todavía de sus indagaciones haya resultado una sola aprehensión, se haya evitado un solo atentado”.
Se pone de relieve en esta última cita otra queja continua de los jefes políticos -gobernadores civiles-. No dar parte puntualmente de todos los sucesos que ocurrieran en sus ayuntamientos al gobierno civil. Esta queja venía produciéndose desde muy antiguo, pero se acentuó después de la supresión de la Superintendencia General de Policía. La consecuencia de esta actitud hacía que el gobierno tuviera que actuar a ciegas casi siempre y que tampoco supiera la repercusión que tenían en la población las medidas que tomaban. Para los encargados de mantener la seguridad esto resultaba letal, porque desconocían cómo, cuándo y dónde tenían que actuar. Esta falta de colaboración se agravó en noviembre de 1840 cuando se privó a los jefes políticos de los fondos reservados o de policía secreta. El mismo ministro Cortina lo reconoció seis meses después en que pretendió restablecerlos, pero intentó que se hicieran cargo de ellos las diputaciones provinciales. A lo que estas se negaron. El problema, por lo tanto, revestía mucha gravedad.
Las medidas para remediarlo
Las medidas que proponía Juan Alix en su circular eran de tipo standard y se tomaban también en otras provincias, pero sin que se alcanzaran nunca los objetivos perseguidos. En aquellas circunstancias, final de una guerra civil, tampoco había mucho donde escoger.
El control de viajeros y de transeúntes era la más clásica. Se debería realizar mediante “el examen” atento de pasaportes para el interior y de vigilar las posadas y casa públicas. Ambas eran, en cierto modo, complementarias, pero inútiles por dos razones: la población rechazó desde su puesta en marcha por José I Bonaparte tanto los documentos de identidad – las cartas de seguridad- como los de viaje- los pasaportes para el interior-. Alegaban que sufrían vejaciones por el mero hecho de que tuvieran obligación de sacarlos y de que alguien se los pidiera para identificarles. Por otra parte, tanto pasaportes como cartas de seguridad eran muy fáciles de falsificar, por lo cual todos los que tuvieran la intención de delinquir se los procuraban legal o ilegalmente. La queja de las autoridades de que todo individuo, que andaba por el campo, las portaba era verdadera. De hecho, las cartas de seguridad fueron suprimidas en 1838, sustituyéndolas por los pases de las ocho leguas. Los partes diarios obligatorios para todos los vecinos que admitieran forasteros en sus casas resultaban igual de ineficaces, especialmente, en el caso de que los documentos que portaran estuvieran falsificados y porque tampoco se cumplían.
Había otro grupo sobre el que el jefe político llamaba la atención. Eran las tribus de nómadas, que iban de pueblo en pueblo, y que, a veces sobre todo en los pueblos más pequeños aprovechaban para cometer todo tipo de tropelías. Juan Alix los personifica en los gitanos, pero no eran los únicos, y en el caso que pone a continuación, estaba involucrada mucha más gente, incluidas aquellas partidas, de que habló al comienzo de su circular, compuestas por pocas personas y que estaban en combinación con otras muchas. Describe así esta situación: “Los alcaldes deben tener un conocimiento de todas las bestias que estos adquieran, de su origen y de su enajenación, pues sobre haberse recibido muchos partes de robos cometidos por ellos, se sabe que hay compañías que se ocupan en dar salida para el vecino reino de Portugal a las caballerías que se roban en el país y viceversa”. El contrabando de caballerías con Portugal tenía mucha tradición. Al finalizar la guerra de la Independencia tuvo lugar el mismo fenómeno. El Capitán General de Extremadura pidió al gobierno de Fernando VII que le suministrara fondos para cortar ese contrabando mediante el pago a confidentes e informantes. Es la primera vez, hasta que se descubra nueva documentación, que se usó dinero público para pagar por información, siendo un claro antecedente del uso de fondos reservados. Se encargaba a los alcaldes que tuvieran un control minucioso sobre sus pasaportes.
La tercera medida tenía dos partes muy bien diferenciadas. La primera, sobre el arresto por los alcaldes de “de todas aquellas personas que de notoriedad pública sean conocidas como mal entretenidas y de mal vivir, formándoles la competente causa como vagos” y ponerlas a disposición del Capitán General de Extremadura. Era una medida muy difícil de llevar a la práctica por el insuperable temor a las represalias que pudieran tomar los detenidos por esta causa. Por ello, en su segunda parte, se reconocía esa circunstancia y se le intentaba poner remedio de la siguiente forma: “podrán los alcaldes en caso de tener motivos fundados para abstenerse de tomar por sí esta medida contra algún individuo, darme aviso en comunicación reservada, en cuyo caso yo la tomaré a mi cargo bajo mi responsabilidad guardando un silencio inviolable sobre el origen de la denuncia”. El remedio estaba en una intervención directa del jefe político en el asunto. ¿Cómo podría llevarlo a cabo? La única forma sería enviando algunos policías de los que tenía a sus órdenes directas para que cumplieran con la orden de arresto. Sabemos por los Diarios de Sesiones de las Cortes que existía policía en todas las provincias, porque estaba dotada presupuestariamente. Esta frase es ininteligible si el jefe de policía no dispusiera de personal a sus órdenes para poder intervenir directamente, como prometía a los alcaldes constitucionales.
La siguiente medida era el establecimiento de rondas en los pueblos tres días a la semana. Estas rondas, donde hubiera Milicia o Guardia Nacional correría a cargo de estas instituciones y donde no fuera así, de los mismos vecinos. En ambos casos, todos los que participaran en ellas estaban expuestos a sufrir las represalias de las partidas armadas de los delincuentes.
La última, era hacer responsables a los alcaldes constitucionales de dos asuntos. El primero era de dar puntualmente cuenta al jefe político “de todas las violaciones de la seguridad que se cometan a mano armada en sus respectivos territorios con una velocidad proporcionada a la urgencia y gravedad del caso” y de haber tomado inmediatamente las medidas necesarias para hacer frente al caso. En caso de omitir estas comunicaciones, esta era la segunda parte, “cualquiera omisión que se note por falta de celo o por cobardía, los haré responsables hasta el resarcimiento y reparo de los daños y perjuicios causados. Cualquiera retraso o falta que se advierta en las comunicaciones de esta especie, será castigada irrevocablemente con una multa proporcionada y demás penas a que haya lugar”.
Hay antecedentes de esto, en el sentido contrario. Es decir que los alcaldes y guardas de campo pidieran a las instancias gubernamentales que se le resarciera por los daños que pudieran causar en sus propiedades y haciendas como consecuencia de alguna decisión que hubieran tomado. Siempre obtuvieron como resultado una negativa a esa petición, que era muy razonable.
Unas medidas insuficientes
El jefe político de Badajoz describía muy bien cuál era la situación de su provincia respecto a la seguridad pública. No reconocía que había sido suprimir la Superintendencia General de Policía y dejar de llegar información a los gobiernos civiles y al ministerio. Esta, dentro de ciertas limitaciones, obligaba a los encargados en los ayuntamientos de los asuntos relacionados con la seguridad a dar partes cada quince días de lo que sucedía en los pueblos, lo que permitía al gobierno civil y al Ministerio del Interior o de la Gobernación estar informados. Al suprimir la Superintendencia, esta obligación pasó a un segundo plano y dejó de cumplirse. El temor a las represalias hizo el resto: nadie quería mojarse en ciertos asuntos porque les podían traer gravísimas consecuencias. Todo lo cual, unido a que la permanencia en los cargos municipales era muy corta – de seis meses a un año, según la costumbre de los pueblos--, hizo que la situación se fuera agravando por la actuación de unas partidas, que, además, actuaban de común acuerdo con otras. En definitiva: esta situación se parece mucho a la que Eric Hobsbawn[5] describe en Italia inmediatamente anterior a la aparición de las primeras organizaciones mafiosas y a la que se encontró Julián Zugasti en los Montes de Toledo y después, en Córdoba[6].
Las medidas arbitradas eran totalmente insuficientes y en algunos casos, como en el de la quinta medida, contraproducentes. Hacer cargar a los alcaldes con los daños ocasionados en vez de resarcirles por los que les ocasionaran a ellos por decisiones tomadas en el ejercicio de sus funciones, fomentaba que no dieran noticia de lo que ocurriera y que no tomaran medida alguna para remediar esas situaciones de emergencia. De ahí que todas sus gestiones resultaran infructuosas.
La salida a este círculo vicioso se insinuaba en varios puntos de esa circular. Era cuando ofrecía a los alcaldes constitucionales intervenir desde la jefatura política de la provincia para detener personas, de las que se pudieran temer represalias. Es decir, les ofrecía una ayuda desde el gobierno político de la provincia para hacer unas actuaciones en materia de seguridad pública que pudieran acarrear consecuencias nefastas para los habitantes de los pueblos. Insinuaba que los problemas de seguridad deberían alejarse lo más posible de decisiones que pudieran tomar las autoridades locales. En la prensa de la época hay numerosas referencias a que las autoridades locales por sí solas no podían hacer frente a estos problemas. Pero, el jefe político en 1839 no tenía personal suficiente para afrontar estas ofertas a las autoridades locales.
Un atolladero
Esta circular muestra de una forma un tanto descarnada y dura una situación dramática de la seguridad pública. Era como la de una pescadilla que se muerde la cola. Las autoridades centrales no tenían a su disposición un cuerpo de seguridad lo suficientemente fuerte como para imponerse a todos los inconvenientes que va desgranando Juan Alix. Las autoridades locales tampoco. Las primeras acuciaban a las segundas para que terminaran con esos problemas. Pero estas, los vivían en sus carnes y no podían oponerse a ellos sin exponerse a graves represalias en sus personas y en sus bienes. Los verdaderos dueños de la situación eran los miembros de esas partidas armadas que actuaban de común acuerdo con la de otros pueblos.
La única salida podía ser un cuerpo de seguridad de carácter nacional lo suficientemente fuerte y a salvo de las represalias por su actuación. La condición indispensable para que esto sucediera era que fuera independiente de las autoridades locales. Sin embargo, la legislación dimanada de la Constitución de 1812, en especial, la propia Constitución y la Instrucción para el gobierno económico político de las provincias de 1823 hacían imposible la creación de un nuevo cuerpo nacional de seguridad[7] hasta el punto de que el único que existía, el ramo de Protección y Seguridad Pública, dependiente del gobierno, había quedado reducido a mínimos y no había sido suprimido del todo debido a la oposición de los jefes políticos.
A pesar de todo, esa policía había demostrado cuál era el camino correcto: demostró que era posible la creación y el funcionamiento de un cuerpo nacional de policía. Había pedido desde su fundación una fuerza auxiliar uniformada para que complementara su labor en el campo, y siguió dependiendo para desarrollar esta función del ejército y de la milicia nacional. La oposición a la policía provino tanto de los absolutistas como de los liberales. Curiosamente, fue siempre defendida por los que estuvieron en el gobierno. La existencia de un cuerpo estatal de policía facilitó el camino para la reforma de la policía de 1844, en que se la dotó de ese cuerpo auxiliar, art. 10 del Real Decreto de 26 de enero de 1844. En la exposición de motivos, el gobierno intentó dejar muy claro que la policía, que iba a poner en marcha, no tenía nada que ver con la que venía prestando servicio desde 1824. El gobierno quería hacer creer que partía de cero. Intentaba hacer visible esa ruptura con el pasado en los epítetos que dedica a los esquemas para el mantenimiento de la seguridad pública tanto tradicionales como constitucionales y a los que se habían mantenido durante esos últimos nueve años. La prensa, sin embargo, acusa a esta reforma de ser una continuación de la policía “calomardiana” e inconstitucional. Se repiten en ella las mismas acusaciones que se venían haciendo tradicionalmente contra la policía.
La solución hallada
El Real decreto de 26 de enero en sus diez artículos presagiaba una solución a todos los problemas enunciados y puestos de manifiesto en esta circular y en otras muchas sobre el problema de la seguridad pública en España. La policía había roto el esquema tradicional y se había ganado la animadversión de jueces, militares, eclesiásticos y otros estamentos de la administración. Pero, había demostrado, como prueba esta misma circular, que, estando a las órdenes del gobernador civil directamente, se podía romper ese esquema local y servir de protección a las autoridades locales. El círculo vicioso se podía eludir reforzando la única policía nacional existente con una fuerza auxiliar uniformada, tal y como ésta, la venía pidiendo desde su misma fundación.
La policía había sido privada de una Dirección General propia, reducida a las capitales de provincia, puestos fronterizos y pueblos más importantes. Se implantó de nuevo en todo el territorio nacional y se le dio el mando, en cuanto a la prestación de servicios, de la nueva fuerza uniformada. A esta fuerza se la dotó de mando propio, se le independizó de las autoridades municipales, se la aisló en sus cuarteles y se les dio una gran movilidad para evitar que estuvieran sometidos a represalias. De esta forma, la pescadilla dejó de morderse la cola, y se gestó una solución para la seguridad en el campo y en los caminos.
Son determinantes y columnas vertebrales para el éxito de la Guardia Civil las cuatro siguientes, a mi parecer, teniendo muy en cuenta la situación política que se vivió en el siglo XIX.
La primera, fue, sin duda alguna, la creación de la Inspección General y la Jefatura de Tercio. La Inspección, porque la dotó de una cabeza organizativa a nivel nacional y porque al depender más del Ministerio de la Guerra que del de la Gobernación la puso al pairo de decisiones voluntaristas y poco meditadas por parte de los mismos ministros de la Gobernación y Jefes Políticos. Estas jefaturas nacionales y por encima de las provincias dieron a los Jefes y Oficiales de la Guardia Civil una vía de escape para sus quejas por medio del conducto reglamentario. Esta vía no existió en la policía, porque se suprimió la Superintendencia General de Policía en 1835.
La segunda es que se mantuvieron al margen, ni por encima ni por debajo, de los ayuntamientos en que tenían que desarrollar su servicio. Esta fue tan decisiva como la Inspección y junto con ella, la que dotó a la Guardia Civil de una extraordinaria autonomía para poder actuar. Se repitió aquí la historia de otras dos instituciones de seguridad que habían triunfado anteriormente. La Santa Hermandad llegó a su apogeo en la misma medida en que dependió del poder real y en que se sustrajo al municipal. Cuando la situación se invirtió y pasó a depender enteramente de este último, se hundió en la inoperancia y quedó como algo ornamental o peor aún, como una prestación personal que los vecinos se tomaban resignadamente incluyéndola entre “las cargas concejiles”. El Tribunal de la Acordada de Méjico en pleno siglo XVIII, creado para luchar contra el bandolerismo, siguió el mismo camino que el de la Santa Hermandad, pero conservó siempre ese carácter supramunicipal. La clave de su éxito se basó, en mucha parte, en su independencia de los poderes locales.
La tercera, el que sus mandos fueran intercambiables con los del Ejército y el que estuviera firmemente apoyada por el Ministerio de la Guerra, fue realmente lo que libró a la Guardia Civil de ser disuelta con motivo de la revolución de 1854, en que se planteó esta posibilidad en las Cortes.
La cuarta fue que la diseminación de los cuarteles facilitó una respuesta más rápida a las situaciones de emergencia y a las peticiones de ayuda o por parte de las autoridades. Este factor fue decisivo, porque con los acuartelamientos la Guardia Civil no solamente libró a sus miembros de las temibles represalias por sus actuaciones, sino que también contribuyó de una forma decisiva a que se fueran aminorando -yo aún las he llegado a conocer en un pueblo pequeño de León- hasta dejar de suponer una amenaza tan temible para las autoridades locales y los vecinos.
La solución tomada en 1844 resultó ser la acertada. Restablecer la policía en todo el territorio nacional y poner a su disposición una fuerza auxiliar uniformada. La policía había quedado reducida solamente a las capitales de provincia, pueblos más importantes y puestos fronterizos, en esa reforma se volvió a establecer en todos los partidos judiciales. Fue reforzada con una fuerza auxiliar uniformada. El coste de romper la tradición, estableciendo un cuerpo de policía estatal lo había asumido la policía desde su fundación y, por lo tanto, estaba amortizado. Al final, la policía quedó configurada como fue concebida y descrita en la Real Cédula de 13 de enero de 1824.
La unificación policial, en cuanto a la prestación de servicios, duró muy poco, porque terminó el 1 de enero de 1848. La Guardia Civil se independizó de Protección y Seguridad Pública y controló la mayor parte del territorio, pero con ello se dio origen a un segundo cuerpo de policía estatal. Andando el tiempo, se tuvo que crear otro cuerpo de seguridad que complementara la actuación de la policía en las capitales de provincia, pueblos más grandes y puestos fronterizos.
ANEXO DOCUMENTAL
Del Boletín de Badajoz del 5 de marzo copiamos lo siguiente: Gobierno político de la provincia de Badajoz.—Circular número 80.—
Escandalosa es a la verdad la repetición con que en este gobierno político se reciben partes de robos ejecutados no solo en despoblado, sino a las puertas y dentro de las calles de las mismas poblaciones, verificándose que una miserable partida de 4 a 6 hombres mal armados y peor montados, sorprenden poblaciones de alguna consideración, y privan de la propiedad y aun de la vida a ciudadanos pacíficos y laboriosos, que descansan en la seguridad que les debe la ley. No es solo la propiedad individual la que padece detrimento en estos vergonzosos atentados, sino también la seguridad del estado, pues estas pequeñas bandas de forajidos, validos de la impunidad con que se les permite vagar en todas direcciones, se apoderan de las armas y caballos que hay en los pueblos, proveen de estos artículos a los rebeldes que campean en los confines de esta provincia y propenden a fomentar en el interior un brigandaje tal cual es el que ha causado la devastación de las limítrofes.
Los malvados que de esta manera atentan contra la seguridad pública, viven en los pueblos en medio de los ciudadanos honrados a quienes hacen temblar con la impunidad escandalosa que gozan, quienes no se atreven a estampar sus nombres en las denuncias ni menos declarar en juicio, reduciéndose a exprimir sus quejas y a demandar la protección que la ley les debe por medio de innumerables anónimos que de varios puntos de la provincia se dirigen frecuentemente a las autoridades superiores, habiendo llamado no pocas veces la atención del Excmo. señor capitán general y la mía. Los forajidos residentes pacíficamente de este modo y sin ser molestados en diversos puntos, forman una vasta confederación y se hallan entre sí en una activa y no interrumpida comunicación, aplazándose para días y lugares determinados desde donde fulminan golpes seguros y muy premeditados. Preciso es a que un estado de cosas tan peligroso reclamase medidas ejecutivas y rigorosas, y yo no correspondería a la confianza con que me ha honrado el gobierno de S. M. si me negase a adoptarlas bajo mi responsabilidad.
Solo el olvido y total abandono en que están por los alcaldes constitucionales de los pueblos los deberes que tienen contraídos como encargados locales de seguridad pública, pudiera haber traído las cosas a tal extremo. Diferentes reales órdenes y circulares de mis antecesores Ies han recordado muchas veces sus obligaciones en esta línea, pero ellos se han creído salvos de toda responsabilidad con dar tal cual parte de los atentados que se cometen en sus respectivos términos, y con estampar la tan usada protesta, la que de forma sumaria y se practican diligencias en busca de los malhechores sin que todavía de sus indagaciones haya resultado una sola aprehensión, se haya evitado un solo atentado.
Para cortar de una vez semejante escándalo, cumpliendo debidamente las órdenes que sobre este particular me tiene comunicadas el gobierno, y sin perjuicio de las medidas que pienso tomar directamente por mí mismo, he dispuesto hacer las prevenciones siguientes a los alcaldes constitucionales.
1. Observarán con el mayor rigor y bajo la más estrecha responsabilidad, que se hará efectiva irremisiblemente, todas las reglas contenidas en las instrucciones y reglamentos vigentes con respecto a seguridad pública. Cuidarán, pues, con arreglo a ellas de examinar los pasaportes, sin causar empero vejaciones inútiles y arbitrarias a los viajeros, de vigilar las posadas y casas públicas, y de tomar todas las medidas que dicta la prudencia para que no escape de su inspección ningún transeúnte, haciéndose dar partes diarios por todos los vecinos, de los forasteros que admiten en sus casas, y al efecto usarán de los medios que las leyes ponen a su disposición.
2. Dirigirán una vigilancia particular sobre los gitanos y especialmente sobre aquellos que no teniendo arraigo en los pueblos de su residencia y vecindad, están más en aptitud de seguir su natural tendencia hacia la vida nómada y ambulante; de modo que no les han de conceder pasaporte sin las más seguras garantías, quedándose con todas las noticias necesarias para responder de ellos toda vez que sean interpelados; y no han de dejar jamás de examinar con la mayor detención los que lleven los transeúntes, procediendo con toda severidad contra aquellos en cuyos documentos echen de menos la más pequeña circunstancia. Los alcaldes deben tener un conocimiento de todas las bestias que estos adquieran, de su origen y de su enajenación, pues sobre haberse recibido muchos partes de robos cometidos por ellos, se sabe que hay compañías que se ocupan en dar salida para el vecino reino de Portugal a las caballerías que se roban en el país y viceversa.
3. Procederán los alcaldes al arresto de todas aquellas personas que de notoriedad pública sean conocidas como mal entretenidas y de mal vivir, formándoles la competente causa como vagos, con arreglo a la pragmática que trata de este particular, y que no está derogada por ninguna ley posterior; y a su tiempo pasarán sus actuaciones a los tribunales de justicia correspondientes, advirtiéndoles que si de las primeras diligencias resultase pertenecer a la clase que es objeto de esta circular, deben ponerlas con los acusados a disposición de la autoridad militar para ser juzgados con arreglo al bando de 9 de octubre de 1837 del Excmo. Sr. capitán general. Podrán los alcaldes en caso de tener motivos fundados para abstenerse de tomar por sí esta medida contra algún individuo, darme aviso en comunicación reservada, en cuyo caso yo la tomaré a mi cargo bajo mi responsabilidad guardando un silencio inviolable sobre el origen de la denuncia.
4. Es a cargo de los alcaldes constitucionales hacer recorrer sus respectivas demarcaciones con patrullas armadas en todas direcciones lo menos tres veces a la semana o más si se considerase necesario, teniendo un cuidado especial sobre los caminos generales y de travesía, celando más principalmente aquellos puntos donde son más frecuentes los robos y atropellamientos contra la seguridad individual.
5. Por último, los alcaldes me darán parte de todas las violaciones de la seguridad pública e individual que se cometan a mano armada en sus respectivos territorios con una velocidad proporcionada a la urgencia y gravedad del caso, acompañando o remitiendo a la mayor brevedad un expediente que acredite haber tomado las medidas preventivas y represivas convenientes, en la inteligencia que cualquiera omisión que se note por falta de celo o por cobardía, los haré responsables hasta el resarcimiento y reparo de los daños y perjuicios causados. Cualquiera retraso o falta que se advierta en las comunicaciones de esta especie, será castigada irrevocablemente con una multa proporcionada y demás penas a que haya lugar.
Yo espero del celo y patriotismo de unos funcionarios elegidos por sus conciudadanos, que, correspondiendo a la confianza en ellos depositada, me dispensarán del pesar de haber de recordarles sus deberes de un modo desagradable.
Badajoz 26 de febrero de 1839.-Juan Alix[8].
(El Piloto (Madrid). 13/3/1839).
Este periódico, según la descripción de la Hemeroteca Nacional, fue cofundado por Antonio Alcalá Galiano (1789-1865) y Juan Donoso Cortés (1809-1853), a los que se les unió, según algunas fuentes, el duque de Osuna, Mariano Téllez-Girón (1814-1882).
Martín Turrado Vidal.
Notas:
[1] Este artículo se ha dividido en dos partes, para hacer más cómoda su lectura. En esta primera parte se centrará en las medidas contra la inseguridad propuestas por el Jefe Político de Badajoz -gobernador civil o subdelegado del gobierno en terminología actual- y en la segunda se comentará la salida a esa situación que se arbitró en 1844.
[2] Annales, libro Noveno, tomo IV, pág. 12
[3] Sin el testimonio escrito u oral de dos testigos, al menos, no se podía proceder contra ellos. Por estos años quedó impune el asesinato de una criada en la calle San Jerónimo 13 de Madrid por este motivo, a pesar de que todas las circunstancias llevaban claramente al autor del hecho.
[4] Sin estos problemas, ¿qué sucede en la actualidad en las comunidades de vecinos? Que los elegidos en la mayoría de los casos van a pasar el año con las menores complicaciones que puedan.
[5] “Bandidos”; Madrid, 2011. Crítica, 256 págs
[6] “El bandolerismo. Estudio social y memorias históricas”. Córdoba. 1983. Ediciones Albolafia, Diputación Provincial de Córdoba y Virgilio Márquez editores. Tres volúmenes de 414, 381 y 580 págs, La obra en su primera edición tenía diez tomos.
[7] Hubo cuatro intentos de formar ese cuerpo durante el Trienio Constitucional. Se han dado a conocer hasta ahora solamente dos: el Cuerpo de Policía Judicial y los Salvaguardias Nacionales. Pero hubo otros dos: uno de crear una Policía General del Reino y otro, en el mismo sentido, propuesto por un napolitano a las Cortes, Vecchiarelly, que no llegaron a ser tomados en consideración.
[8] La biografía de Juan Alix, en “Diccionario biográfico de España (1808-1833). De los orígenes del liberalismo a la reacción absolutista” de Alberto Gil Novales, Madrid, 2010, Tomo I, pág. 116
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