sábado, 17 de julio de 2021

La heroica epopeya de Igueriben. Nueve días para la gloria (V)

Domingo, 17 de julio:

Un centinela alerta de la presencia de alguien cerca de la posición. Tras darle el alto, se identifica, en mal español, como un moro amigo de España. Quiere facilitarnos información que dice vital para nosotros. El Teniente Castro se dirige al punto del parapeto donde está detenido el confidente y este le advierte de una concentración masiva de la harka, bien armada, que pretende un ataque inminente a la posición.

Castro corre a darle la novedad al Comandante. El corneta toca llamada a Oficiales.

- El ataque parece inminente –dice Benítez en tono grave-. Nuestro deber, por encima de todo, así nos lo exigen España y el honor, es aguantar cueste lo que cueste. Quiero la moral más alta que nunca. ¡Viva España!

Bandera de mochila del Regimiento de Infantería "Ceriñola" nº 42

Inmediatamente dispone la defensa. En el frente norte-este, la 2ª Compañía del 1º Batallón al mando del Capitán Bulnes, mi Compañía. En el frente sur la 4ª del 3º y dos ametralladoras. Otras dos máquinas en la zona derecha de la puerta de acceso a la posición y en el frente oeste la Batería con el Capitán de la Paz. A todos nos pide máxima alerta y que se evite el derroche de la munición tan vital y por otra parte tan escasa.

Estamos cercados. No tenemos agua. El camino de Annual está cortado. La harka nos acribilla desde todas partes y lo que es peor, no hay forma de que nos socorran. Todos los caminos están cercados y dominados desde los barrancos.

Me hubiera gustado tener un Pater en la posición para que oficiase el Santo sacrificio de la Misa y así poder confesar y comulgar. Sé que me encuentro en pecado mortal como me dijo el Capellán del Regimiento aquella noche almeriense. Tuve ocasión de hacerlo en Melilla sin embargo preferí entregarme en los brazos de aquella hermosa prostituta egipcia. ¿Qué será de mi si entrego mi vida aquí, en esta posición? No lo sé, sin embargo, creo que Dios nuestro Señor, en su infinita clemencia, sabrá perdonar mis errores.

Por lo que respecta a Jazmine, estoy seguro de que aquellos días la convertí en una mujer feliz, llena de vida, de sueños, algo que jamás había sentido sumida en un mundo de ruina espiritual; por unas horas se tornó en una mujer nueva, distinta. Tal vez, aunque pueda parecer cínico, aquella fuese una de las mejores obras de mi vida y su recuerdo me sirva para purgar muchos de mis pecados y me permita, al presentarme ante Dios, implorar su perdón divino.

Desde Annual lo han intentado por todos los medios y tan sólo, a base de coraje, el Capitán Cebollino, del Escuadrón de Regulares, ha logrado con sus heroicos soldados indígenas y ayudado por nosotros, meter en la posición, entre vítores y aplausos, un mermado convoy de víveres y municiones compuesto por varias acémilas portadoras, entre otros elementos, de las tan necesarias cubas de agua que en su mayoría han resultado alcanzadas y agujereadas por los disparos de la harka. Pese a todo, ¡un convoy de ayuda! ¿El último?

Con los restos del convoy entraron en la posición el Teniente Nogués, de Artillería, y el Alférez Ruíz, de Intendencia, que tienen que acogerse a la escasa protección que les brinda nuestro reducto para evitar dejar sus vidas en el empeño. Junto a ellos un puñado de soldados de la Comandancia de Artillería y de las Tropas de Intendencia de Melilla que suponen un respiro para el grupo de valientes que defendemos Igueriben. Creo que jamás saldrán con vida de aquí.

Alguna de las bestias que trasportaban los tan necesarios víveres y el agua han sido tiroteadas y muertas al pie de la alambrada parte de cuyos tramos han arrastrado en su espantada. El espectáculo es dantesco, ofrece el triste aspecto de un viejo cementerio, abandonado, con sus sepulcros abiertos y los cuerpos yaciendo sin ser sepultados.

Tras introducir, con valentía y arrojo, el mermado convoy, el Capitán Cebollino, despreciando el peligro, ha regresado a Annual recogiendo la totalidad de las bajas sufridas entre sus hombres que se niega a dejar insepultos ante la posición. Su actitud, fiel reflejo del mejor espíritu militar, debería ser recompensada si es que el Mando sabe valorar realmente la valentía de los hombres.

Me viene a la memoria el recuerdo de una mañana de mi infancia en que vi un pobre mulo que tiraba por un carro debajo de las ruedas de un tranvía, muerto, con una parte de sus intestinos desparramados por la calzada. Mi madre trató de taparme los ojos para evitarme aquel triste espectáculo. Fue la primera vez que me di de cara con la muerte, su imagen jamás pude borrarla de mi retina. Ahora aquí, tan lejos de mi Coruña, la muerte me rodea, juega con nosotros una macabra partida de dados para elegir su siguiente trofeo, ¿seré yo…?

Tras el repliegue del Capitán Cebollino y sus hombres comienza el ataque por los frentes norte y este. Lo rechazamos con bravura alentados por los gritos del Comandante que nos da aliento y esa fuerza que casi no tenemos para seguir luchando, para seguir dando la cara en este enclave cada vez más lejano de nuestra amada España. El fuego se mantiene vivo hasta las 17,30 horas.

Un silencio espeso, ensordecedor, se apodera de los peñascos que nos rodean. De inmediato, la harka, inicia un nuevo ataque en toda regla con todos sus efectivos que caen sobre nosotros como si de una mortífera zarpa se tratase. Ese griterío, salvaje, primitivo, va a hacer que mi cabeza estalle.

Empuño mi arma y comienzo a disparar, impartiendo órdenes a mi Sección desplegada en el frente norte. Miro a mí alrededor, veo rostros de pánico en los Soldados, algunos me miran buscando en mi gesto esa mueca de valentía y decisión que tienen que imitar, ¿se la estaré dando? Disparan sin contemplaciones, están cumpliendo su deber con gallardía, con un valor que parece salirles del fondo del alma.

Gritos constantes vivas a España que son respondidos por mis hombres que, encorajinados, hacen detenerse al enemigo.

El Comandante Benítez ha recibido un disparo en la cabeza, cae al suelo y de inmediato se levanta, sin ayuda, y continúa al mando de la posición, dando ánimos a todos y demostrando con su ejemplo hasta donde podemos ser capaces de llegar defendiendo aquello en lo que creemos.

- ¡Adelante mis bravos! ¡Adelante que sois Soldados de España! –grita sin cesar puesto en pie, expuesto a los disparos del enemigo que nos barre desde todas partes.

El Capitán de la Paz ha ordenado hacer fuego con espoleta a cero. Las piezas disparan a discreción. Lo he visto disparar personalmente alguno de los cañones. Incluso los Artilleros están defendiendo la posición con sus armas individuales codo a codo con los infantes, alentados por las constantes arengas de su heroico Capitán.

Este calor es insoportable. El sol, este sol africano, nos machaca. El sudor se desliza bajo los gorrillos cuarteleros de los Soldados bañando sus rostros demacrados.

La sed me consume. Vuelven a mi mente los recuerdos de aquellas tardes con Adela, en el pequeño gabinete convertido en ara erigida en honor a la pasión, a los ocultos deseos, a los sueños irrealizables; aquellas tardes en que Dña. Teresa nos ofrecía su deliciosa limonada que bebíamos sentados en la cama, con nuestros cuerpos desnudos, mientras, entre cigarrillo y cigarrillo, hablábamos del amor.

¿Qué habrá sido de Salmerón? Quizás “La Corona” se encuentre ya en Melilla dispuesto a socorrernos junto con otros Regimientos peninsulares y el día menos pensando se presente aquí y podamos abrazarnos de nuevo mientras el moro corre sin parar hasta Alhucemas.

Miro a mí alrededor. Por todas partes yacen los cuerpos insepultos de nuestros Soldados y fuera, al pie de la alambrada, mezclados, se amontonan los del enemigo junto con los de las bestias caídas al tratar de introducir el convoy de ayuda. Este hedor es insoportable. Olor a muerte, a podredumbre. Si seguimos aquí por mucho tiempo la peste hará acto de presencia convirtiéndose en un enemigo adicional que sumar a todas nuestras penalidades.

Nos estamos portando de forma insuperable. Hemos frenado al enemigo en las alambradas, haciéndolo retroceder a costa de muchas bajas. El fuego es incesante.

Uno de mis compañeros de armas, a quien no acierto a distinguir entre tanta confusión, ha recibido un tiro en la cabeza y ha caído herido. He visto como se repone y gritando viva España transmite arrojo a los Soldados. Se ha puesto de pie, pistola en mano, y ha seguido disparando, sin miedo, con el rostro cubierto de sangre, hasta que otra bala le ha herido nuevamente en la cabeza.

Varios Soldados han querido evacuarlo, pero se ha negado a ello. Ha dicho que desea morir junto a sus hombres. Ha gritado mirando a los riscos que quiere morir donde le dé la gana no donde quiera esa chusma que nos ataca por todas partes. Vuelven a mis recuerdos nombres como los de Daoíz, Velarde, Ruiz, Álvarez de Castro, Blas de Lezo, Churruca, De las Morenas, Martín Cerezo... y de tantos hombres que supieron defender el honor de España sin decaer, con un valor innegable, cada vez que la Historia se lo exigió. Cuantas veces, en aquellos atardeceres de mi infancia, en nuestra casa de La Coruña, mi pobre madre me contaba de sus gestas, de sus hazañas, de sus sacrificios.

Quizás la sed sea peor enemigo que la propia harka. Nos consume lentamente resecando nuestras gargantas al mezclarse la poca saliva que aun nos queda con el polvo seco de Africa. Mis labios se han agrietado. Desde ayer tan solo se ha repartido, a cada uno, un poco de café. La ración no ha dado para más.

Vuelvo a pensar en cómo no se les ha ocurrido traer hasta aquí un depósito de agua, al menos hubiésemos aprovechado el pozo insalubre que descubrió el Comandante Mingo para humedecer los labios y rociar de agua las armas que están al rojo vivo de tanto disparar sin tregua. Esta falta de previsión terminará con todos nosotros.

Benítez sigue arengándonos desde todas partes. De un lado a otro nos anima, se sitúa a nuestro lado y nos exhorta a persistir en la defensa de la posición. Es un valiente, junto a él se alejan de mí los temores de la muerte que, pese a todo, presiento próxima.

Uno de los Soldados de mi Sección me ha alertado de la presencia de un santón, vestido con ropajes blancos, que incita a la harka, puesto de pie sobre una roca, a terminar con nosotros. Grita una y otra vez y sus gritos enardecen a los moros que se precipitan sobre la posición.

- Mi Teniente –me dice el Soldado–, ese viejo es un blanco perfecto, si quiere me lo cargo de un tiro.

Asiento con la cabeza aun a sabiendas de que su arrojo y valentía me han conmovido, enorgulleciéndome de él aun siendo mi enemigo.

- ¡Dispara!

El Soldado apunta con cuidado y hace fuego. El proyectil alcanza al anciano que se tambalea pese a lo cual continúa, en pie, profiriendo gritos de ánimo a los suyos. El Soldado hace blanco por segunda vez y el santón cae al suelo como un muñeco de trapo, como un pelele. De inmediato, sin temor alguno a nuestras balas, varios moros abandonan sus posiciones protegidas entre las rocas y corren a retirarlo del campo. El viejo se niega. Nuestro fuego se centra sobre ellos y varios caen mortalmente heridos. Finalmente logran su propósito de retirarlo a un lugar cubierto. Me admira la valentía de estos hombres. ¡Ojalá estuviesen de nuestro lado!

El Alférez Ruiz, que se ha hecho cargo de nuestro cada vez más exiguo depósito de víveres, ha ordenado distribuir patatas del depósito de Intendencia entre la gente con la orden de machacarlas y que su jugo sirva para paliar esta mortífera sed que nos consume.

Las bajas se multiplican. El parapeto, la alambrada, la batería, por doquier yacen los cuerpos desfigurados de este puñado de valientes. Es la imagen patética de un camposanto con sus sepulcros abiertos de par en par, profanados. No se les puede dar cristiana sepultura como se merecen. Sus cuerpos se descomponen con rapidez ayudados por este sol que nos abrasa.

Se ha tomado la decisión de intentar hacer una zanja para darles sepultura. Para ello el Comandante ha solicitado voluntarios entre los Oficiales. Todos hemos dado un paso al frente y exigimos, como manda el honor, el puesto de mayor riesgo, de mayor peligro.

Benítez nos ha mirado uno a uno, designando al Teniente Ovidio Rodríguez para tal cometido no si antes añadir con satisfacción.

- No esperaba menos de vosotros.

Ovidio ha salido al parapeto a pedir voluntarios para que lo acompañen en su misión. Nadie lo ha dudado. Todos se han ofrecido aun a sabiendas del grave riesgo que correrán sus vidas.

Me ha dejado impresionado la voluntad y valentía de la Tropa, de este puñado de chavales venidos de los lugares más recónditos de la patria donde dejaron novias, madres, hermanas, para hacer valer los derechos de España y salvaguardar su honor.

Minutos después el Teniente Ovidio Rodríguez, con un puñado de Soldados, sale del parapeto hacia la alambrada, el punto más batido por el fuego enemigo. De inmediato, bajo la cobertura que podemos darles, comienzan el trabajo de la fosa que ha de servir de sepultura a los valientes que yacen muertos delante de nosotros. Con mucho esfuerzo logran enterrar al Sargento Antón y a un Soldado. El fuego de la harka se centra sobre ellos y les obliga a desistir de su empeño regresando a la posición.

Tras el regreso de Ovidio, el Comandante, ha convocado una nueva reunión de Oficiales, durante una pequeña tregua del ataque; se ha valorado la gravedad de la situación. Algunos han argumentado la posibilidad de incinerar los cadáveres, evitando así la propagación de infecciones. La propuesta ha sido rechazada por el Comandante quien advierte de los peligros de tal medida.

- Además de no tener combustible, el humo y el fuego delatarán nuestras posiciones, convirtiéndonos en un blanco todavía más fácil. Será preferible resignarnos a este foco de infección y sus estragos –nos ha dicho.

Inmediatamente se comunica, por heliógrafo, la decisión adoptada al Cuartel General de Annual.

La noche abraza nuestra posición de Igueriben. El fuego ha disminuido notablemente pese al incesante trabajo de los “pacos” que no nos dan tregua. Un brillante cielo estrellado parece querer devolvernos una sensación de paz inexistente.

Tumbado tras el parapeto trato de descansar ante la imposibilidad de conciliar el sueño. Estoy seguro que el nuevo día será mucho peor que el que se acaba de escapar entre sombras y silencios.

Un Soldado con acento andaluz me ofrece un poco de tabaco y un librillo de papel engomado.

- ¿Fuma Vd. mi Teniente?

Lo miré sonriente con gesto de aceptación. Casi no tengo fuerzas para hablar. Sin prisa, ¿para qué tenerla?, lio el pitillo y con mucho cuidado, para no delatar nuestra posición, lo enciendo. La blanca bocanada de humo se clava en mis entrañas y me devuelve recuerdos de otros instantes de mi vida, de mi infancia coruñesa. Mi pobre madre que seguro me estará observando desde los cielos, incluso desde este cielo africano; mi padre, en nuestra casa de La Coruña, pensando en mí, en mi suerte, en mi desdicha y Carmiña, mi amada Carmiña, llorando y rezando a los pies de la Virgen del Rosario de la que es fiel devota. Cuánto dolor, cuanta pena le va a causar el saber de mi muerte.

- Mi Teniente –el Soldado que fuma a mi lado ha sabido con sus palabras romper mi abstracción-, ¿conoce Andalucía?

Vuelvo mis ojos hacia él. Lo miro. Su tez morena, sudorosa, abrasada por este sol africano; su uniforme hecho girones, sucio. Aquella frase me trae a la memoria el rostro de Adela, su recuerdo. Sus ojos negros, su larga melena azabache, sus besos y sus caricias al caer la tarde durante aquellos inolvidables meses de mi estancia en Almería.

- ¿De dónde eres?

- De “Graná” mi Teniente, ¿la conoce Vd.?

- No, pero iré en cuanto salgamos de este infierno. Me han dicho que es un lugar precioso.

Otra vez el infierno ha vuelto a mi mente. Creo que me ha obsesionado esta palabra tan ligada a mí en los últimos meses. Me aterra la idea de pensar en ello, sin embargo, el subconsciente me traiciona.

- Es un lugar maravilloso, mi Teniente –me ha respondido el Soldado con una mueca de amargura mal contenida en su rostro-. Un lugar único.

Aspiro otra bocanada de blanco humo. No deseo hablar, tan solo perder mi vista en las estrellas que inundan este firmamento y buscar la forma de que ellas me sirvan de confesonario para hablarles de mi amor por Carmiña.

- Tengo novia en “Graná”, ¿sabe mi Teniente? Pilar se llama y es una guapetona andaluza, una buena moza. Quizás si salimos de aquí me case con ella.

Noté en su rostro una sensación de tristeza y pena contenida, difícil de describir. Tal vez jamás podamos salir de aquí, al menos con vida. El y yo lo sabemos, pero también lo aceptamos resignados.

- Me alegro chaval y no dudes que vamos a salir de aquí. Pronto llegarán los refuerzos y esto quedará tan solo en una anécdota para contar a tus nietos.

El Soldado extrajo de uno de los bolsillos de su guerrera una foto con claras muestras uso.

- Mire, mi Teniente, esta es Pilar, ¿a qué le parece una buena moza?

Tomé la fotografía en mis manos, y amparado por la tenue luz de la punta del cigarrillo, contemplé el rostro de la joven, una gitana andaluza, que aparecía en ella.

- Es muy guapa. Tienes mucha suerte de tener una chica así que te esté esperando en Granada.

No dejó de mirarme ni por un instante. Sonrió con satisfacción al ratificar con mi parecer la que él consideraba la más acertada de todas las elecciones.

- Perdone el atrevimiento, mi Teniente, ¿Vd. no tiene a alguien que le espere en su tierra?

Le devolví la foto que guardó cuidadosamente en el bolsillo de su guerrera. Quedé pensativo recordando a mi Carmiña, recordando nuestros paseos por la calle Real y por el Cantón, nuestras largas conversaciones en los bancos de piedra de la Plaza de la Harina, al pie de la misteriosa dama de la fuente del deseo.

- Claro que alguien me espera. Una chica maravillosa como tu Pilar. Ten valor que pronto saldremos de aquí para reunirnos con ellas, ya lo verás. Ahora descansa un poco, mañana nos aguarda un día muy duro.

El Soldado me agradeció, con una sonrisa que iluminó su rostro, aquellas palabras de consuelo y esperanza, convencido de que no le ocultaba la verdad. Creo que realmente deseaba que lo engañase y así seguir soñando con el día de volver a encontrarse con su Pilar.

Me siento solo. Es una extraña sensación de soledad que me transmite este inmenso cielo estrellado. Pierdo la mirada en un infinito imposible de abarcar, imposible de comprender. ¿Cómo me juzgará la Divina Providencia?

Por un instante vuelve a mi memoria el recuerdo de la gesta de los de Baler, “los últimos de Filipinas”. El Comandante de las Morenas y el Teniente Martín Cerezo que aguantaron, con bravura, la posición, junto a cincuenta y dos valientes, a lo largo de 337 días, negándose a abandonarla por entender que su honor y el de España estaban por encima de cualquier otra consideración.

Los treinta y tres supervivientes han pasado a la Historia por su heroicidad más allá de lo moralmente exigible. ¿Esta posición será un nuevo Baler que se escribirá con letras de oro en las páginas de nuestra Historia?, ¿nos juzgarán a nosotros así las generaciones que están por venir…?

Me asomo al parapeto y en todas las alturas que nos circundan observo el vivo reflejo de cientos de hogueras que convocan a las kábilas a la guerra santa contra nosotros. ¡El fuego!, que placentera sensación me ha producido desde siempre su contemplación, sin embargo, que sentido tan distinto adquiere este fuego que huele a muerte, sí con él trato de evocar las mágicas noches de San Juan de mi infancia cuando de la mano de mi madre asistía, maravillado, a ver quemar la gran hoguera en la Plaza de la Harina. Allí, alrededor de aquella hoguera, cogí por primera vez la mano suave y cálida de Carmiña, para danzar a su derredor nuestra particular danza prima.

Casi no he pegado un ojo en toda la noche. De nuevo, en mi duermevela, miles de inquietantes pesadillas me han abordado. Esos rostros oscuros, esos ojos negros refulgentes llenos de un odio irracional que nos observan desde todas partes.

(Tomado de la novela “Tiempos de amor y muerte. El infierno de Igueriben”. LC Ediciones 2018, del mismo autor).

José Eugenio Fernández Barallobre.



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