jueves, 15 de julio de 2021

La heroica epopeya de Igueriben. Nueve días para la gloria (III)

Viernes, 15 de julio:

Desde las diez de la mañana en que logramos repeler el ataque del moro, la jornada ha transcurrido sin incidentes reseñables. Quizás le hayan visto las orejas al lobo y acusen el castigo del día anterior y de esta misma mañana.

Estoy seguro de que el Mando, tanto el Comandante General como el Jefe de la Circunscripción de Annual, conoce la gravedad real de la situación que advertimos, fuera de toda duda, como muy peligrosa. Sin duda poseen informes secretos que los han llevado a la inteligencia de que, en breve plazo, los acontecimientos se van a suceder de forma vertiginosa y que esta punta de lanza donde nos encontramos sufrirá las primeras y más graves consecuencias. Tal vez por ello nos mantengamos aquí, porque resulte imprescindible sacrificar a unos pocos y así ganar el tiempo necesario para lanzar una fuerte ofensiva desde Annual.

Posición de Igueriben (Ferrer Dalmau)

Se han extremado las medidas de seguridad en todo el perímetro. En la posición se respira una especie de calma tensa que hace presagiar un inminente nuevo ataque.

El Comandante ha convocado reunión de Oficiales y de nuevo hemos abordado la situación real de la posición cada vez más grave y más preocupante.

El Capitán de la Paz ha maldecido la ocasión que tuvo, el pasado día 12, de hacer añicos a la harka cuando se encontraba concentrada a menos de dos kilómetros de las bocas de sus piezas.

- Si el Mando nos hubiera dejado disparar –dijo- le hubiésemos volado los cojones al mismísimo Abd el Krim que se paseó delante de nuestras narices. Pero ya veis, nos dijeron que eso agravaría la situación y ahora están más envalentonados que nunca y la situación mucho peor de lo imaginable.

El calor, este calor africano, es agobiante, implacable. El sol nos está machacando. Son más de 40º. Imposible de soportar.

De nuevo no se ha podido hacer la aguada pese a intentarlo; será necesario esperar un convoy de suministros procedente de Annual como nos ha prometido el General, un convoy que, sea como sea, tiene que llegar hasta nosotros.

En el parapeto hemos formado un corrillo de Oficiales, varios Tenientes y el Alférez. Hemos hablado de nosotros, de los tiempos de Academia, de nuestros destinos anteriores, de lo que nos aguarda en nuestra amada España cuando toque regresar, de nuestros proyectos, de nuestras novias..., de Carmiña.

En los rostros de todos he advertido una mueca de preocupación mezclada con un gesto de resignación con que debemos acatar todo lo que pueda sobrevenirnos por muy grave que pueda resultar. Quizás jamás regresemos a casa, ni siquiera salgamos de aquí con vida, pero hay algo que todos tenemos claro: cumpliremos con nuestro deber hasta el final.

Me han nombrado servicio de guardia de noche. Después de la retreta hemos entrado Castro y yo, además de cuatro Sargentos, ocho Cabos y cuarenta y dos Soldados. La consigna, mantener los ojos bien abiertos ante cualquier eventualidad.

La noche africana, con todo su esplendor, se abre majestuosa ante mis ojos. Este cielo plagado de estrellas, infinito, parece sustraerse a la tragedia que estamos viviendo aquí, en este enclave de nuestro Protectorado. Veo a lo lejos, a la espalda de la posición, entre sombras, la sinuosa silueta de la cordillera de Beni-Ulixix, un gigante coronado por la aureola que le dibujan las pequeñas nubes blanquecinas que lo acompañan, cual fieles amantes de un harén eterno, de forma impenitente.

He cerrado los ojos para pensar en Carmiña. Recuerdo aquella carta que le escribí el verano anterior a ingresar en la Academia. Sentado en el jardín del pazo de mi abuela paterna, mi abuela Eugenia, en el valle de Valeije, cerca de La Cañiza donde mi abuelo ejercía de médico. Inspirado por la belleza de aquellos parajes escribí a Carmiña hablándole de la inmensidad de las montañas que me rodeaban, de la grandeza de Dios como hacedor del mundo. Creo que aquella fue la carta con más sentimiento que jamás escribí a nadie.

Ahora que lo pienso me doy cuenta de que siempre he estado unido a Carmiña. Desde que la vi por vez primera, tal vez con cinco años, tuve la sensación de que sería la mujer de mi vida. Durante años soñé con ella y la convertí en esa legendaria dama de cualquier caballero medieval de los cuentos infantiles. Muchas noches, cerrando los ojos, acostado sobre la cama, la imaginaba colocando su pañuelo de seda en la punta de mi lanza antes de medirme en torneo, en defensa del honor, con cualquier bellaco al que terminaba descabalgando. Mis sueños, a lo largo de todos estos años, siempre llevaron su nombre.

Haciendo uno de los recorridos por los puestos de la posición he visto a un Soldado cabizbajo, por un instante creí que se había dormido, sin embargo, no era así.

Al percatarse de mi presencia adoptó una correcta postura de firmes, saludando llevándose la mano a su hombro derecho.

- A la orden de Vd. mi Teniente, sin novedad en el puesto.

Con una sonrisa y con un gesto le indiqué que adoptase una posición más relajada.

- ¿Has observado algún movimiento?

- ¡Qué va!, mi Teniente - respondió -. Aquí no se mueve ni una hoja.

- Mejor así, mucho mejor - respondí -.

Asintió con la cabeza sin perder de vista el objetivo de su vigilancia. Ya iba a continuar con mi recorrido, despidiéndome de aquel Soldado, cuando su pregunta rompió el silencio.

- ¿No tiene miedo, mi Teniente?

Lo miré pensativo, pensé en darle una respuesta en un tono agrio; sin embargo, con rapidez busqué la respuesta más adecuada a su inquietante pregunta.

- ¿Miedo?, ¿a qué? Mira, dentro de poco tiempo, tal vez mañana mismo, desde Annual nos enviarán los refuerzos y con ellos haremos que esta chusma corra como cobardes que son. Así que miedo, ninguno.

El Soldado me miró de reojo sin perder de vista su zona de vigilancia. Esbozó lo que se me antojó una sonrisa forzada y añadió.

- Yo tengo un poco mi Teniente, pero no por mí. Lo tengo por mi pobre madre que se quedará sola en el pueblo. Mi padre murió hace dos años y yo soy lo único que le queda para ayudarla en el campo...

No lo dejé continuar. Sentí como una amarga pena invadía todo mi ser ante aquellas palabras pronunciadas con sentimiento y dolor.

- No te preocupes -traté de tranquilizarlo poniendo mi mano sobre su hombro-. Tendrás muchos años para ayudar a tu madre. No lo dudes.

Ni yo mismo creí aquellas palabras, pese a todo, cuando por fin abandoné aquel puesto, tuve la sensación de que el Soldado se sentía reconfortado.

Castro me ha relevado a mitad de la noche. Me sentí reconfortado al entregarle el servicio sin novedad. Hemos intercambiado pareceres sobre la situación que, pese a la calma de la jornada, presagiamos negra y complicada.

- Vamos a necesitar que desde Annual nos envíen refuerzos y sobre todo víveres y agua – dijo -, de lo contrario esto se va a convertir en un infierno.

Una vez más esa palabra ha vuelto a sacudirme el alma, inquietándome, haciendo que un escalofrío recorra todas mis entrañas helándolas.

He podido dormir algo menos de cuatro horas.

(Tomado de la novela “Tiempos de amor y muerte. El infierno de Igueriben”. LC Ediciones 2018, del mismo autor).

José Eugenio Fernández Barallobre.

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