Fue el lejano verano de 1962, año de tantas evocaciones para mí, en el que por vez primera concurrí a un Campamento de la Organización Juvenil Española; en el que por vez primera crucé, cual infantil recluta, la portada del Campamento "Francisco Franco" de Gandarío (Bergondo), orgulloso de vestir el uniforme de Flecha de la O.J.E.
Fue mi gran amigo, tristemente desaparecido, Emilio López, "Emilito" como le llamaban cariñosamente en casa, un mozalbete que trabajaba en el comercio de mi padre, quien convenció a mis progenitores para que me dejasen acudir a un Campamento juvenil en la seguridad que él se convertiría en mi particular Angel de la Guarda en mis andanzas aventureras.
Arriado de Bandera en la plaza de "José Antonio" del Campamento "Francisco Franco" de Gandarío (La Coruña) |
Y así fue. En unos días, quedando atrás aquella primera noche de San Juan de nuestra Hoguera de Fernando Macías, comencé, de la mano de mi madre, los preparativos para mi incorporación a "filas". Primero el alta obligatoria en la Organización; más tarde la compra del uniforme en los bajos del edificio de la Terraza, sede entonces del Frente de Juventudes y después el pertinente reconocimiento médico y la imprescindible vacunación -no recuerdo de qué- en el Hogar juvenil de Juan Canalejo, en la calle de Comandante Fontanes.
Tras aquel largo proceso todo quedó listo a la espera de mi incorporación, en calidad de Flecha acampado, al Campamento de Gandarío.
La marcha debió producirse hacia el 10 de julio ya que la duración del turno era de veinte días y recuerdo que finalizó el día mismo de comienzo de las Fiestas de María Pita con la tradicional quema de la falla en la Plaza que lleva el nombre de la heroína; quema a la que asistí de la mano de mis padres como era costumbre.
Una vez en el Campamento fui encuadrado en la 2ª Centuria, la que mandaba mi buen amigo "Emilito" y que se integraba en un total de cinco que albergaban a los acampados. Lllegado a este punto debo decir, y por ello le estaré eternamente agradecido, que jamás me distinguió con prebenda ni privilegio alguno, convirtiéndome en uno más y siendo esa la primera gran lección que aprendí en aquella escuela de hombres en la que todos éramos iguales.
Por supuesto, en aquel Campamento coincidí con rostros de sobra conocidos para mí, muchos de ellos compañeros de estudios en el Colegio de los PP. Dominicos donde acababa de superar la prueba de ingreso, y que quedaron encuadrados en otras Unidades.
Fueron unos días inolvidables ya que de repente me tuve que enfrentar a las dificultades que entrañaba el no tenerlo todo hecho, viéndome en la necesidad de valerme por mí mismo, algo a lo que no estaba acostumbrado hasta aquel momento y que, por supuesto, me costó superar.
Desde hacer diariamente la cama o dejar en estado de revista la camareta; pasando por coser un botón o comenzar a asumir las primeras responsabilidades al formar parte de la Escuadra de Guardia o de la de Servicios, todo constituía una novedad para mí, acostumbrado a la buena vida y a que mis padres me cumpliesen todos los caprichos
Centuria de Arqueros y el Pater del Campamento |
Día a día fui aprendiendo el valor del equipo ya que el hecho de no aplicarme a la hora del aseo personal, del arreglo de la camareta o simplemente no haber prestado atención a la lectura de la Consigna diaria o de la Máxima, traía como consecuencia una importante merma de puntos en aquel universo que formábamos los ocho componentes de la Escuadra en la que fui encuadrado lo que suponía, a la postre, que no pudiese ser distinguida como la mejor de la jornada.
Hoy en día muchas voces, las de siempre, han querido afear la indudable y valiosísima función formadora de aquellos Campamentos, aduciendo, con total desconocimiento, que se trataba de lugares de adoctrinamiento partidista. Que lejos de la verdad. Durante todos los años en los que milité en la Organización Juvenil Española, que fueron muchos, jamás nadie me habló de "rojos" ni "azules", ni a nadie se le pidió la filiación política de su padre y muchos menos en que bando había peleado durante la guerra civil.
Sin embargo, si nos contagiaron de un profundo amor a España, nuestra patria; a su historia, omnipresente en consignas y a todo aquello de lo que los españoles debemos sentirnos orgullosos, sin absurdos complejos. Un amor que se ha proyectado en muchos de nosotros a lo largo de los años y que, cada día, se acrecienta más en nuestros corazones.
También nos informaron de un sentido de milicia a la hora de afrontar la vida; un sentido que exige de solidaridad, compañerismo, espíritu de sacrificio, disciplina, valor, honradez, capacidad de dar respuesta a los problemas que se planteen, convirtiéndonos en inasequibles al desaliento.
Nos hablaron de primavera, de amor, de entrega, del orgullo de ser joven, de valores permanentes, de responsabilidad, de sueños de una España mejor, más justa, en la que hubiese para todos justicia y pan. Ojalá hoy a los jóvenes españoles les hablasen con claridad de estos valores. No había más que echar un vistazo a los nombres de las Escuadras, de las Centurias. Blas de Lezo, Oquendo, Reyes Católicos, Lepanto, Hernán Cortés, Navas de Tolosa, Bailén, Ponce de León, Emperador Carlos, Tercios Españoles, San Fernando, El Cid, Sancho el Fuerte, Alfonso el de las Navas, Dos de Mayo... para que a nuestras juveniles mentes volviesen los personajes y episodios más gloriosos de nuestra historia, aquellos de los que todos deberíamos sentirnos orgullosos como hombres de bien y que, con el paso de los años, se los han ido escamoteando vilmente a una juventud que han desarmado intencionadamente de valores supremos, dejándola inerme tras la careta de una falsa cultura del bien estar y del mejor vivir, sin responsabilidades ni compromisos de tipo alguno.
Cadetes con la Madrina del Campamento |
Los Campamentos juveniles eran otra cosa. Eran, por encima de todo, una escuela de hombres, de españoles enamorados de nuestra España. Todavía recuerdo el fervor con el que asistíamos a aquellas formaciones matinales y vespertinas para izar y arriar solemnemente las Banderas que ondeaban en la plaza del Campamento. Todo se rodeaba de una liturgia, de una mística especial que nos ponía un nudo de emoción en la garganta.
La jornada diaria comenzaba temprano, a las ocho de la mañana, con alegres canciones que hablaban de camaradería, de metas en lo universal, de unidad, de grandeza; luego tras el desayuno y el solemne izado de Banderas, la preparación para la revista diaria en la que todos sumábamos esfuerzos para ser los mejores, los primeros.
En aquella revista se observaba todo, la limpieza y el orden de la camareta, con nuestras taquillas en perfecto estado de colocación; el aseo personal; la pulcritud en la uniformidad; el conocimiento de la Consigna leída la noche anterior y de la Máxima pronunciada aquella misma mañana. Todo puntuaba y así la suma de los esfuerzos personales revertía en el pequeño universo que formaba la Escuadra.
Terminada la revista, sabiendo al menos que no habíamos estado del todo mal, comenzaban las actividades que buscaban un fin formativo, no se trataba de hacer cosas por el mero hecho de hacerlas, sino persiguiendo nuestra mejor y más completa formación.
Actividades al aire libre, marchas, montaje de campamentos, confección de la comida, normas para la conservación de la naturaleza, cartografía, transmisiones; actividades culturales, confección de murales, edición de periódicos, títeres; deportes, gimnasia, formación de equipos; educación premilitar y un largo etcétera que convertían la jornada en un espacio en el que el aburrimiento y el no hacer nada no tenían cabida.
Tras el baño matinal en la tranquila playa de Gandarío y la comida, sentados por Escuadras, venía la siesta reparadora que daba inicio a la tarde en la que proseguían las actividades un poco más relajadas que las de la mañana, sentados a la sombra del pinar del Campamento.
Luego, tras el arriado de Banderas y el recuerdo a los que dieron su vida por España, sin matices ideológicos, ni colores políticos, venía la cena y tras ella, con las sombras de la noche sentadas frente a nosotros, el siempre deseado Fuego de Campamento donde todos y cada uno disfrutábamos con el ingenio y simpatía de aquellos que deseaban convertirse en protagonistas de aquellas maravillosas puestas en común. Finalmente, antes de irnos a dormir, a eso de las once, todos puestos en pie entonábamos el “Prietas las Filas”, el Himno de Juventudes, que ponía punto y final a la jornada.
Creo que no sería justo dejar de resaltar el esmerado trato que siempre nos dispensaron los Mandos de aquellos Campamentos y, en general, todos los de la Organización, pendientes en todo momento y dispuestos a realizar cualquier sacrificio por los acampados. Haría falta disponer de muchas cuartillas para poder glosar los muchos momentos en que estas aseveraciones se pusieron de manifiesto, basta con señalar que pese a los miles de jóvenes que se movían cada año en los diferentes Campamentos de España la casuística de accidentes fue mínima, todo un logro, máxime si tenemos en cuenta la diversidad de actividades, la mayoría al aire libre, que se desarrollaban en cada turno.
Y así día tras día hasta que llegaba la fecha que ponía punto final al Turno y en la que cada uno volvíamos a casa tras despedirnos de los nuevos amigos y camaradas que habíamos hecho durante aquellos veinte días compartiendo sueños, alegrías, dificultades e incluso los buenos y malos momentos que contribuían a forjar nuestro carácter de inasequibles al desaliento.
Al final, una vez de regreso a casa, quedaba el amargo regustillo de lo que había terminado, un recuerdo indeleble de aquellas jornadas que ya eran historia. Recuerdos de lecciones aprendidas en tardes suaves a la sombras de verdes pinares; de sentido de camaradería en unión de aquellos desconocidos con los que habíamos compartido sueños y deseos; de simpáticas bromas que iban desde la tradicional caza nocturna del siempre escurridizo "gamusino", a la infructuosa búsqueda de la piedra de afilar agujas, pasando por la penosa localización de la funda del mástil, eso sin contar otras mucho más ingeniosas y elaboradas que hemos vivido cuando menos como coprotagonistas.
Son muchos los recuerdos que han quedado almacenados y que tienen sus orígenes en los añorados Campamentos juveniles. Todavía recuerdo con nitidez aquel encuentro con uno de los dirigentes de mi primer Campamento en plena plaza del recinto campamental; recuerdo que me llamó y tras hacer que me presentase, incluso eso aprendimos allí, me dijo con rostro serio y circunspecto: "Flecha, por la plaza del campamento no se anda ni se corre, ¡se vuela!".
Y así fueron transcurriendo aquellos inolvidables campamentos y mi militancia en la Organización Juvenil Española que se dilató hasta superados los veintitrés años, haciendo que participase de sus actividades, incluso como Mando, en diferentes rincones de España.
Hoy, recuerdo con nostalgia aquellos años en los que aprendí no solo a ser hombre, sino también a saber superar los problemas que a lo largo de la vida se me fueron presentando, mirándolos a la cara con optimismo y sobre todo afrontándolos con capacidad de respuesta, incluso de improvisación.
Podría referir muchas situaciones a las que me tuve que enfrentar a lo largo de mi vida en las que, lo aprendido en la Organización Juvenil Española, se convirtió en el faro y guía para darles una adecuada respuesta y salir airoso de ellas, sirva como muestra que su aplicación en mi carrera profesional como Policía de España me dio magníficos resultados.
La Organización Juvenil Española fue mi mejor escuela; en ella, me formé en el amor a España, conociendo a sus hombres y a sus tierras; en el respeto a nuestra Historia, empapándome, sin complejos, de nuestras gloriosas gestas; en las ansias inconformistas en demanda de justicia y libertad y aprendí a ser, cada día, un buen español, algo de lo que me siento especialmente orgulloso y agradezco con toda mi alma.
José Eugenio Fernández Barallobre
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