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domingo, 7 de agosto de 2022

El primer magnicidio -frustrado- de la Edad Moderna en España

Del boletín "Emblema" tomamos este interesante trabajo de nuestro buen amigo y colaborador, el Inspector Jefe Eloy Ramos Martínez.

El año 1492 fue, sin duda, uno de los más importantes en la Historia de España por los acontecimientos que se produjeron en nuestro país y que marcaron la historia indeleble del protagonismo hispano en el mundo: Así el 2 de enero Los Reyes Católicos tomaron la ciudad de Granada dando fin a la Reconquista; el 31 de marzo vio la luz el decreto de expulsión de los judíos, con base religiosa y no racista; el 18 de agosto Antonio de Nebrija presentó su Gramática de la Lengua Castellana, y el 12 de octubre Cristóbal Colón descubrió el Nuevo Continente.

Fernando el Católico. En el cuadro se aprecia la cicatriz en el cuello


Y todavía pudo haber otro acontecimiento -éste, nefasto- que cambiara el curso de la Historia, tanto en España como en el resto del orbe: El magnicidio, que resultó frustrado, de Fernando el Católico, quien, milagrosamente, salvó la vida.

Los Reyes Católicos habían viajado a Barcelona, donde llegaron el 22 de octubre, para negociar con los embajadores del rey francés Carlos VIII la devolución del Rosellón y la Cerdaña, que en 1462 habían sido cedidos por el padre de Fernando, Juan II de Aragón a Luis XI de Francia a cambio del apoyo apoyo francés en la guerra civil en Cataluña.

En diciembre de aquel año los Reyes Católicos seguían, con el resto de su Familia, en la capital catalana. El día 7 de diciembre, viernes, víspera de la fiesta de la Inmaculada, Fernando, siguiendo la tradición de los Reyes de Castilla, solía celebrar como todos los viernes, un tribunal civil y criminal donde los pobres podían obtener justicia gratuitamente y sin dilaciones, evitándose el pago a abogados, a veces trapaceros.

Estas audiencias populares comenzaban a primera hora de la mañana y duraban hasta la noche. El día indicado, sobre las doce del mediodía, tras haber celebrado audiencias y dictado sentencias desde las ocho se levantó Fernando del sitial y descendió por una escalera hasta un espacio llamado Plaza del Rey, siendo acompañado por muchos caballeros y junto a él marchaba su Tesorero, Gabriel Sánchez -protector de Colón- con quien departía el monarca.

Al llegar al último escalón, Fernando se volvió algo para dirigirse a Sánchez. Este leve movimiento le salvó la vida. Por detrás apareció un individuo que, esgrimiendo un alfanje, agredió al monarca propinándole un tremendo tajo que le causó una profunda herida desde la parte superior de la cabeza hasta el oído y del cuello al hombro izquierdo. Era una herida muy grave.

El regicida había estado oculto tras la puerta de la capilla real de la iglesia de Santa Águeda.

Llevándose las manos a la cabeza, el rey exclamó: ¡Santa María va! mientras la gente quedaba horrorizada por lo que acababa de ver, quedando como paralizado todo el mundo.

Pero tal situación solo duro un instante. Inmediatamente se oyó un grito: ¡Traición! por toda la plaza y una docena de hombres se abalanzaron sobre el agresor, comenzando a apuñalarle.

El primero en interponerse entre el Rey su su agresor fue Íñigo de la Cuadra, que expuso su vida y perdió un brazo en la defensa del monarca.

Otros reaccionaron enseguida y el primero en apuñalar al agresor fue Antonio Ferrol, que con su cuerpo también había protegido al rey. A él le siguió Alonso de Hoyos, mozo de espuela del monarca.

Fernando, recobrando su sangre fría, ordenó: ¡No lo matéis! ¡Entregadlo a los soldados!

Escalinata donde se produjo el atentado


Así lo hicieron, y éstos lo llevaron a prisión. Mientras, la muchedumbre comenzó a gritar: ¡El Rey ha muerto! ¡Han matado al Rey! Este griterío fue el que oyó Isabel en Palacio. No sabiendo qué era lo que en realidad pasaba, la reina ordenó que vinieran a puerto las galeras castellanas para embarcar a su Familia.

Todo el mundo, cortesanos, mercaderes, marinos, habían cogido sus armas y se lanzaron a la calle, unos llorando, otros maldiciendo y otros denunciando a los autores: ¡Francia es el traidor!¡Navarra!, decían otros. ¡Era castellano!, decían los catalanes. Los castellanos y la Corte decían que era catalán.

Aquello hubiera derivado en sangriento enfrentamiento si alguien no hubiera hecho anunciar por un heraldo: ¡El rey vive!

Interrogado el agresor, según Andrés Bernáldez, se vio que el frustrado asesino, de nombre Juan de Canamas natural de Vidreras, hoy municipio de Dosrius, partido judicial de Mataró (Barcelona), era un "loco imaginativo y malicioso" que obraba por iniciativa propia; un aldeano de feo rostro y cuerpo encorvado, uno de los que el rey Fernando había liberado de la servidumbre (remensa). Declaró que "El Diablo le había murmurado al oído que él era el legítimo gobernante de Aragón, y que el Rey estaba usurpándole lo que le pertenecía, y que, al matarle, recobraría el título".

La intención de Fernando fue la de dejar en libertad al chiflado aquel, pero la Nobleza de Barcelona, deseosa de mostrar su repulsa ante el intento de regicidio, insistió en que se le aplicara totalmente la pena establecida para el delito. Tal era la sanción punitiva:

"Primero, el ofensor era colocado en una carreta y paseado por toda la ciudad; luego se le cortaba la mano con la que había golpeado al Rey; después se le arrancaba una tetilla con tenazas de hierro al rojo; luego le arrancaban un ojo y después el otro pecho; luego las ventanas de las narices y después cogían todo el cuerpo con hierros candentes y le cortaban los pies.

Después de haberle cortado todos sus miembros, le apedreaban y prendían fuego, arrojando sus cenizas al viento".

Tal era lo que especificaba el decreto, pero la reina Isabel envió a un monje para que lo absolvieran y ordenó que se le estrangulara antes de ejecutarse la bárbara sentencia.

El estado del Rey fue muy delicado durante varios días; su temperatura era elevada y había peligro de hemorragia. La Reina, profundamente preocupada estuvo a su lado día y noche.

Al cabo de varios días sufrió una recaída que hizo temer por su vida, lo que llegó al pueblo, transformado el rumor como hecho real de la muerte. Fue necesario mostrarlo por una ventana para que la gente comprobara que estaba vivo.

Tras eso, se vio a multitud de personas cumpliendo los votos hechos si sanaba, yendo de rodillas o descalza a muchas iglesias y capillas. Tal era la devoción que sentían por Fernando.

Isabel se consolaba con la correspondencia con su antiguo confesor, el arzobispo Talavera, que dirigía la sede de Granada, y al que informaba:

"La herida no era tan grande como el doctor Guadalupe dijo -porque no tuve el valor de mirarla- de que penetraba cuatro pulgadas y que tenía doce de largo... mi corazón tiembla al hablar de ello. No tocó, gracias a Dios, ni los nervios ni la espina. El séptimo día ya estaba bien, aunque muy cansado."

El frustrado regicida fue ejecutado el día 12 de aquel mismo mes. Era un payés de remensa, que, precisamente había sido liberado de tal condición por Fernando el Católico y que no había sido condenado por la sentencia arbitral de Guadalupe (Extremadura) que sí lo hizo con los contumaces en alterar el orden.

Como casi todos los magnicidios, también éste tuvo su cierto misterio, porque el regicida había heredado de su padre, aún siendo demente, pero fue descartado casi de inmediato, pues, por citar solo algunos, historiadores y estudiosos tales como Pedro Mártir de Anglería, Gonzalo Fernández de Oviedo, Lucio Marineo Sículo, o modernamente Wiliam H. Prescott, coincidieron en afirmar que el magnicidio fue obra de un loco, sin que existiera conspiración alguna en el hecho.

Eloy Ramos Martínez.

Bibliografía consultada:

William Thomas Walsh: "Isabel de España"

Tarsicio de Azcona: "Isabel la Católica"

Fernando Vizcaíno Casas: "Isabel, Camisa Vieja"

José Llampayás; "Fernando el Católico"

 


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