A propósito de un comentario del administrador del blog “Una Historia de la Policía Nacional” sobre el Comisario de Policía Ramón Fernández-Luna, conviene apuntar que introdujo en la Brigada de Investigación Criminal en Madrid nuevas formas de resolver casos. Sus métodos, considerados poco ortodoxos para la época, le permitieron resolver casos tan conocidos como el caso del señorito Anglada, del que hablaba el administrador del Blog, Eugenio Fernández; el del Capitán Sánchez –llevado a la pequeña pantalla en los ochenta en la serie «La huella del Crimen»– o el crimen de El Federal. También resolvió con éxito el robo de dieciocho piezas del Tesoro del Delfín del Museo del Prado. Uno de sus casos más famoso fue la detención en 1916 de un ladrón de guante blanco apodado «Fantomas» sin dudas el caco más escurridizo que había pisado jamás Madrid.
Era septiembre uno de los ladrones más buscados en Europa, se escapaba del Juzgado de Guardia. Sobre él pesaban órdenes de búsqueda de juzgados de Nueva York, París, Londres... Decía llamarse Eduardo Arcos Puch, nacido en Nueva York, de padres mallorquines, en 1883. Años después, sin embargo, confesó al comisario Tomás Gil Llamas que su ciudad natal era, en realidad, Palma de Mallorca. Establecer su origen fue difícil puesto que además de castellano y catalán, en su variante balear, hablaba inglés con acento neoyorquino, francés, alemán e italiano.
Se construyó una docena de identidades falsas y adoptó el diminutivo inglés Eddy, tan al gusto de la gente bien de la época. Combinaba los nombres Eddy y Teddy con apellidos de origen hispano: Arias, Álvarez, Morán… Sus alias policiales eran el Aviador, el Piloto y el Marquesito; en cuanto a lo de Fantomas, sostenía que la prensa francesa lo utilizó, al referirse a sus hazañas, antes de que Allain y Souvestre crearan el personaje literario del mismo nombre.
Poseedor de una memoria prodigiosa y de unas notables dotes de actor, se construía numerosas personalidades. En Buenos Aires fue conocido como piloto de aeroplano, en La Habana como escritor, en Roma pasaba por escultor y en Nueva York por noble español. Las interpretaciones eran tan perfectas que sus amistades, lo más granado de la alta sociedad, nunca sospecharon de él y fue objeto de la atención de las secciones de sociedad de periódicos y revistas ilustradas. En Madrid fue amigo del gran actor Ernesto Vilches, gracias al cual conoció a la infanta Isabel, tía del rey Alfonso XIII. Según un testigo, “el rasgo más saliente de su persona era una distinción exquisita de hombre mundano que está acostumbrado a ir siempre de guante blanco. Su cuerpo parecía hecho para vestir siempre el frac”.
Para bordar su papel de aristócrata, Eddy contó con la ayuda de Leonor Fioravanti, una bella argentina de origen italiano a la que conoció en una exhibición aérea en el aeródromo bonaerense de Lugano. Durante años viajó con ella por todo el mundo. Su presencia le ayudaba a ganarse la confianza de las víctimas y despistaba a la policía; juntos no daban el perfil de delincuentes de alto copete. En 1915 tuvieron un hijo, Eduardo, que heredó la vena aventurera de su padre.
Era el «rey de los ladrones» de guante blanco especializado en desvalijar –sin dejar rastro– habitaciones de hotel. Jamás empuñó un arma. Su mejor habilidad era ocultar su verdadera identidad y un instrumento de cerrajería que trajo de cabeza a los agentes. Un genio del escapismo que, sin embargo, no pudo superar la sagacidad del comisario jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid, Ramón Fernández-Luna, a quien ya se le conocía como el “Sherlock Holmes” madrileño.
La Gran Guerra de 1914 a 1918 supuso el principio del fin para Eduardo Arcos “Fantomas”. Europa en guerra no era el escenario más adecuado para sus correrías. España, como país neutral, se convirtió en el refugio de grandes fortunas y los hoteles de lujo se llenaron de hombres y mujeres cargados de dinero y de joyas. Eduardo actuó con excesiva reiteración y atrajo el interés de la policía.
Curiosamente no fue un robo lo que le valió la primera detención en Madrid. Consciente de que seguir robando en hoteles suponía un riesgo excesivo, Eduardo Arcos formó con Leonor y otro socio, un tal Navasal, un equipo para amañar partidas de cartas. En junio de 1916 levantaron 3.000 pesetas -un dineral- a un comerciante andaluz que los denunció. Eddy fue detenido, fichado y soltado a las pocas horas por falta de pruebas. Su personalidad, sin embargo, había alertado al peor enemigo posible, el comisario Fernández-Luna, un profesional íntegro y brillante.
Fernández-Luna puso a su gente tras la pista del gentleman. Estaba convencido de que se trataba del escurridizo ladrón de guante blanco que buscaba la policía de media Europa. Tanto empeño puso, que Eddy se quejó con amargura a la prensa: “ese señor Luna la ha tomado conmigo -dijo-. En cuanto asomo me coge”.
En septiembre de aquel 1916, el comisario reunió suficientes indicios y lo detuvo en el tercer piso, del número 3 de la calle Apodaca de Madrid. De madrugada, Fernández-Luna, y los agentes Heredia, Blasco, Lacalle y Zorrilla, le detuvieron en la habitación que tenía alquilada. Eduardo Arcos estaba plácidamente dormido y no opuso resistencia. “No tienen pruebas contra mí”, presumió tranquilo. La Policía, según consta en la hemeroteca de ABC, se incauto de nueve maletas entre las que se encontraban cuatro trajes con los que cometía sus robos. También diversos útiles de cerrajería y... una calavera.
La calavera fue su fetiche y un arma de seducción que era utilizada por Eduardo para sus conquistas amorosas, uniéndola a historias que relataba. Cuando llegaba a un hotel, la colocaba en la mesita junto con la foto de una bellísima actriz francesa, supuesta donante del cráneo. Las camareras pronto hacían circular historias fantásticas y, según confesión del propio Eddy, “es un gran gancho para atraer a las señoras que en los hoteles lo rodean a uno de cierta aureola misteriosa”.
El día de su detención, los agentes se incautaron de varias herramientas que guardaba en una maleta. Ninguna de ellas coincidía con la descripción de la pinza-ganzúa que abría las puertas con enorme facilidad, aunque la llave estuviese dentro de la cerradura. Eddy negó que tuviera un artefacto así. Sin embargo, el comisario Ramón Fernández-Luna, no se lo creyó. Averiguó que Eddy se había alojado aquel verano en el hotel Royalty de San Sebastián y envió un telegrama a la comisaría de Policía de la bella ciudad guipuzcoana: “entren cuarto número 12, colchón muelle forrado, y comprueben si dentro hay herramientas escondidas”. Acertó. Allí estaba la pinza ganzúa. Con ella en la mano le fue fácil dar con los fabricantes, los hermanos Fernando y Eduardo Castillo, que tenían un taller de cerrajería en la calle de Apodaca, muy cerca del último refugio del ladrón.
Eduardo, según contó uno de los escritores que mas investigó sobre sus andanzas, José Luis Ibáñez, trabajaba siempre a oscuras. “Llevaba linterna que solo utilizaba en la fase final del trabajo, al forzar la caja de caudales. Sin embargo, hay discrepancias entre la reconstrucción policial de los robos y el testimonio de Fantomas. Según la explicación oficial, Fantomas escalaba las fachadas de los edificios y se movía por ventanas y balcones hasta su objetivo. Era la versión que convenía a las direcciones de los hoteles, que eludían así la responsabilidad por unas medidas de seguridad interior deficientes. Él, en cambio, sostenía que entraba por la puerta y que abría la ventana o el balcón para despistar”.
Para los asaltos, vuelve a recordar José Luis Ibáñez, “se embutía en una malla de seda negra y se cubría con una capucha que le tapaba la cara por completo, excepto los ojos. Este uniforme tenía dos funciones: por un lado, lo camuflaba en la oscuridad, volviéndolo invisible; por otro, en caso de que la víctima se despertase, la aterrorizaba impidiéndole reaccionar durante unos valiosos segundos. En algunos golpes utilizó la calavera iluminada; el terror, entonces, era total”.
Fantomas mantuvo una actitud confiada sobre la Policía durante varios días. “He vivido del juego, nada más; pero no he sido ni ladrón ni rey de ladrones, y eso lo juro porque no se me podrá probar ni un robo. Los jueces pedirán mis antecedentes penales y verán que no tengo ninguno”, aseguraba. Y no sin humor añadía, “que me demuestren un solo delito y entonces aceptaré ese cetro de randas y el capuchón negro de Fantômas aunque preferiría el esmoquin de Raffles”.
Fernández-Luna envió su foto, descripción e identidades falsas a Zaragoza, Bilbao, San Sebastián, Valencia y Barcelona. Aparecieron cincuenta causas abiertas, con tres procesos por hurto, dos por robo y cuatro por blasfemia. Con el nombre de Eduardo Sebastián Abelli y Riche cometió, en 1907, varios robos en la Ciudad Condal que le valieron unas semanas de prisión. Pronto llegaron peticiones desde Montevideo y Berlín a las que seguirían las de otras capitales a ambos lados del Atlántico.
Ante semejante panorama, Eduardo Arcos dejó el robo y explotó sus habilidades para trabajar como espía al servicio de Inglaterra durante la gran guerra. Ya en la Segunda Guerra Mundial, su facilidad para infiltrarse en todo tipo de ambientes le permitió obtener listas completas de los nazis que operaban en España.
El «Sherlock Holmes» madrileño Fernández Luna logró hundir la carrera del experimentado ladrón de guante blanco en España. Tras su éxito, reconocido a nivel nacional, sus tendencias políticas acabaron con su carrera con la llegada de la dictadura del General Miguel Primo de Rivera en 1923. Fundó el Instituto Fernández-Luna, una de las primeras agencias de detectives de Madrid y falleció en Madrid en 1929.
Carlos Fernández Barallobre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario